Capítulo 35: “Estás mal”.
—¿Hola? —inquiero cuando descuelgo la llamada. Enredo el cable del teléfono alrededor de mi dedo, una mala costumbre, me temo. Mamá siempre me reprochaba, diciendo que algún día lo rompería.
—Buenas noches, ¿estoy hablando con algún familiar de Clark Black? —cuestionan del otro lado y la mención de aquel nombre me provoca un malestar en el pecho.
—Sí, soy su hija —aclaro con los dientes apretados. Cuánto daría porque no fuera así.
—Señorita Black, soy una enfermera del hospital de Abalee. Llamaba para comunicarle que su padre despertó del coma, se encuentra estable y ahora lo están atendiendo… —dejo de escucharla luego de la noticia.
Espero a que mi corazón se acelere, al llanto inmediato que se toma a mis ojos hasta dejarme seca, pero nada. No siento nada. Mi mente es una tabula rasa; un agujero profundo que no conduce a ninguna parte y a la vez me lleva al mismo lugar. Al mismo sitio mugriento al que me entregué durante todos años y del que no quise salir por miedo.
Se siente como el momento en el que mi cabeza impactó contra la madera rojiza sobre la que estoy parada en este instante. Solo hay negrura y… ese grito silencioso. Ese llamado que hice en medio de la bruma y la desesperación. Pero ahora es diferente, porque él está aquí.
Y soy consciente de ello cuando escucho sus pasos tras mi espalda.
Entonces el miedo hace acto de presencia. La catarsis empieza desde mis entrañas, me estrangula los intestinos, me desgarra y sube, sube, hasta llegar a mi cabeza. Allí explota. Las bestias se liberan y destruyen todo a su paso, me recuerdan lo que viví y lo que está por repetirse. Que aún tengo una deuda pendiente con la muerte y esconderse no servirá de nada.
—¿Hola? ¿Señorita Black? —pregunta la enfermera, sacándome de la maraña negra en la que se han convertido mis pensamientos.
Aparto el teléfono de mi oreja con cuidado y lo dejo en su lugar. No me importa haber sido grosera con la enferma por colgar, pero no quiero hablar con nadie. Ya oí lo suficiente como para martirizarme lo que resta de la noche.
—¿Katherine? ¿Está todo bien? —no, nada está bien. Todo se fue al carajo y yo…
No puedo verlo a la cara y decírselo. Aunque no es mi culpa, nada de lo que está pasando, pero no puedo.
No estoy lista para ver la preocupación plasmada en su rostro. La pena… esa mirada que tanto detesto y es la que recibiré de todos. De Maryam, de Deneb…
—¿Kat? —insiste Deimos y volteo despacio. No quiero decirlo en voz alta porque siento que, si lo hago, se volverá realidad.
—Clark despertó… y está estable —le revelo en un susurro.
Lo observo fijamente a la espera de una reacción, una palabra, lo que sea. Noto como su pecho sube y baja cuando su respiración se vuelve irregular. Aprieta los puños a los costados, lo hace con tanta fuerza que los nudillos amenazan con cortarle la piel. Los hombros tensos al igual que la mandíbula, como si estuviera a punto de explotar. En su cara se dibuja esa sonrisa sínica, horrible.
Retrocedo un paso.
Me arrepiento al instante. No, no; vuelvo a dar un paso al frente, acercándome. Pero entonces él retrocede. Su respiración ya no es errática, ahora ha dejado de respirar. Los dedos le cuelgan, temblorosos. En su cara se dibuja la pura estupefacción. Empiezo a desesperarme.
—¿Por qué hiciste eso? —cuestiona dolido—. ¿Por qué retrocediste?
Niego con frenesí. Intento acercarme de nuevo, pero recupera la distancia dando dos zancadas hacia atrás. Me observa como si no me reconociera y empiezo a sentir como mi corazón se vuelve añicos.
—¿Me tienes miedo, Katherine? ¿Es eso? —vuelve a cuestionar, esta vez con el tono severo.
No le respondo. Me retuerzo los dedos y agacho la cabeza. Dudé, maldita sea que lo hice. Pero es que en ese instante se me pareció tanto a él…
No. Deimos no es Clark. Él nunca me haría daño, jamás.
Empieza a moverse con brusquedad y levanto la vista de sopetón. Recoge las cosas que dejó sobre la mesita mientras masculla un montón de improperios y la barbilla me tiembla cuando me acerco despacio.
—¿Qué haces? —la voz se me quiebra, pero a él parece no importarle.
—Me largo —espeta, encaminándose hacia la puerta principal. Las llaves del Mercedes tintinean cuando las sostiene y el sonido desaparece al cerrar la mano sobre estas.
Lo sigo mientras las primeras lágrimas abandonan mis ojos. Ni siquiera terminó de comer lo que le dio su madre. Siento que el pecho se me desgarra; unas garras profundas hacen que el corazón se me desangre a chorros.
—Deimos —lo llamo, pero no se detiene—. Podemos hablarlo…
—¿Hablar de qué? —se voltea, exaltado—. Créeme, ya me quedó todo claro.
Un golpe hubiese dolido menos que sus ganas por intentar aclarar las cosas. Entonces será así, solo huirá ante el primer problema sabiendo que lo necesito ahora más que nunca.
—Deneb tiene razón, estás mal —me suelta con amargura. Las palabras resuenan en mí como un impacto contundente, sorpresivo. Vuelve a dirigirse hacia la puerta y esta vez lo intercepto.
—Deimos no te vayas —le suplico. Intenta rodearme, pero no se la dejo tan fácil y termina por apartarme con toda la delicadeza con la que se palpa a una flor. No me rindo. Lo tomo del brazo, pero se zafe de mi agarre—. Por favor…
—Buenas noches, Katherine —masculla entre dientes antes de abrir la puerta y atravesar el umbral.
—Por favor no te vayas —le ruego entre llantos y ni siquiera me determina cuando llega al asiento del conductor—. Deimos…
Se embarca en el Mercedes. Me quedo de piedra sobre la acera mientras veo como enciende el auto para luego perderse entre las calles.
Lloro con fuerza. Me llevo las manos a la cabeza y tiro de mi cabellos con frustración. Esto no puede estar pasando. Siento que el aire me falta e intento llenar mis pulmones en medio de los sollozos que hacen que mi cuerpo se estremezca con violencia.