La musa de mis melodías [sangre Oscura #0.5]

Capítulo 36

Capítulo 36: El gemelo equivocado.

[14 de mayo del 2011, sábado]

*Katherine*

Me tallo los ojos cuando el ardor se instala en ellos, constante, molesto. La película ya va por los créditos y, al igual que las cinco anteriores, no le presté atención. Me pasé toda la noche llorando, llamándolo. Dejé de insistir cuando apagó el aparato, pero eso no evitó que le enviara un montón de mensajes. Ya perdí la cuenta de la cantidad de veces que he tecleado “lo siento” y mis dedos parecen no querer parar.

Desde que partió, no hice más que aplastarme en el sillón individual y llorar, llorar y llorar. Creí que si ponía alguna película lograría despejar la mente, pero no funcionó. Ni siquiera probé un bocado de la comida que dejó en la mesa. Si antes no tenía hambre, ahora peor.

Hace horas que amaneció y yo no me he movido ni para ir al baño. La culpa y el miedo son un peso gigante sobre mis hombros. Me estanca, no me deja avanzar.

No debí tener esa reacción con Deimos… pero él no debió irse de esa manera. Sabía que estaba pasando por un momento espantoso y no le importó. Se fue porque se sintió traicionado, porque creyó que le temía al igual que a mi padre. Y aunque eso no se aleja mucho de la realidad, solo fue momentáneo.

Pero no, me abandonó a mi suerte y ahora… no sé qué hacer. En estos casos, él me aconsejaría, o tomaría las mejores decisiones. Pero no está, y yo ni siquiera sé por dónde empezar.

No tengo las fuerzas para levantarme del mueble, ni ganas. La impotencia me arroja a los brazos del llanto y mis próximas dos horas se resumen en eso, llorar hasta lastimarme la cara de tanto retirar las lágrimas. Mi estómago ruge cual bestia enjaulada y no soy capaz de levantarme siquiera para tomar un vaso con agua. No me puedo mover.

Vuelvo a insistir con los mensajes y las llamadas. Nada. Al menos encendió el teléfono, por lo que me envía al buzón y dudo en dejarle un mensaje, pero lo hago.

—Deimos… —me aclaro la garganta antes de continuar—. Lo que pasó ayer… lo siento, de verdad lo siento. Vuelve a casa, ¿sí? Te necesito… maldita sea, te necesito aquí. Por favor.

Corto el mensaje antes de dejar escapar un sonoro sollozo. Siento que me ahogo; el aire no llega a mis pulmones y la desesperación hace que me lleve las manos al cuello. Maldición, podría morir en este miserable sillón y nadie lo sabría, a nadie le importaría.

Me insto a tomar profundas respiraciones, lo que es peor porque el llanto me avasalla como una tormenta que no tiene intenciones de abandonarme. No hasta haber arrasado con el último pedazo de esperanza que guardo en lo más recóndito de mis entrañas.

El pitido de un claxon me sorprende. Me pongo de pie de un salto; esa… esa es la bocina del Mercedes.

Me asomo por el ventanal para confirmar que no me estoy volviendo loca y ahora escucho cosas que no son, pero no. Ahí está. El Mercedes aparcado en la entrada de mi casa.

Me retiro las lágrimas con el camisón. El contacto de la tela contra mi piel arde, pero me las aguanto. Me encamino hacia la puerta y la abro de un tirón, encontrándome con el rubio que sale del auto…

Me quedo de piedra bajo el umbral al reconocer a la persona que ahora levanta una bolsa a la altura de la cabeza.

—¿No es un buen momento para recibir a un viejo amigo? —canturrea Deneb agitando la bolsa y fuerzo una sonrisa que termina en una mueca temblorosa.

Rodea el auto hasta posarse frente a mí. Lleva el cabello suelto, los mechones rubios le golpean la cara cuando el viento sopla con fuerza y me sonríe como solo él sabe hacerlo. Su presencia es como la llama de un fuego abrasador. Quema, pero reconforta hasta tal punto de contagiarte su sonrisa.

—¿Puedo pasar? —cuestiona bajito y asiento, sorbiendo la nariz en el acto.

Me aparto para dejarlo pasar. Le da un leve repaso a la estancia, hasta que su vista recae en el comedor. La comida de Deimos aún está intacta, al igual que la mía. No me molesté en recoger esas cosas, no quería. Probablemente esté lleno de hormigas.

Deneb parece entender el panorama y su rostro se deforma en una mueca mientras cierro la puerta tras mi espalda. Opta por acomodar la bolsa sobre la mesita de centro de la sala y se deja caer sobre el sofá más grande con pesadez. Tomo asiento a su lado, despacio.

—Te traje el desayuno —me informa revelando el contenido de la bolsa y observo cada uno de sus movimientos mientras saca las cosas—. Supuse que no habías comido nada…

Se queda callado, esperando mi confirmación. Asiento y me entrega un envase hermético que contiene fruta picada.

—¿Qué es eso? —pregunto señalando el otro bol y lo destapa, mostrándome lo que hay dentro.

—Avena con leche —lo deja sobre la mesita y espera a que termine con la fruta para entregármelo.

Controla cada uno de mis bocados y debo hacer un esfuerzo enorme para no vomitar. Lo de ayer me robó el apetito, pero mientras él esté aquí, supongo que puedo intentar comer algo.

Minutos después me encuentro completamente saciada. Deneb toma las cosas y lo veo con las intenciones de dirigirse a la cocina, pero lo detengo.

—No, ya hiciste suficiente…

—Yo lo hago, tranquila —su tono es suave, como la seda contra la piel.

Se va hasta la cocina y lava los platos, también se deshace de la comida que su hermano trajo la noche anterior. Apoyo el mentón sobre el respaldo del sofá mientras lo observo y una lágrima traviesa se me escapa. Esto es patético; tener que depender de los demás, esperar por una ayuda para levantarme porque no puedo hacerlo por mi propia cuenta.

Deneb se da la vuelta para volver a la sala y me enjugo las lágrimas. De seguro tiene cosas más importantes que hacer, pero está aquí, aguantando a una llorona que no hace más que lamentarse y deprimirse.



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Editado: 29.06.2022

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