La Nana

Prólogo

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Joel estaba sentado en una banca del parque vigilando a sus hermanos, Raquel de doce años y el pequeño Daniel, de diez años de edad.  

Al joven le pesaba, a veces un poco ser, el hermano mayor.  Con sólo dieciséis años de edad, tenía que hacerse responsable de ellos mientras su padre trabajaba.  

La inesperada muerte de su madre era algo que él aún no superaba. Y no lo mencionaba para no deprimir a los pequeños, pero Joel aún la extrañaba mucho. 

La casa no era lo mismo sin ella. Su padre se esforzaba, pero su propia depresión era algo que le costaba trabajo dejar de lado. 

Un grito lo sacó de sus cavilaciones. Levantando la vista, asustado, miró impotente cómo su hermano caía de un columpio. Corrió hacia él a toda la velocidad que sus piernas le permitieron, y al llegar a su lado, miró con horror que el brazo del pequeño Daniel estaba en un ángulo extraño mientras el niño gritaba de dolor. 

— No lo muevas. — Dijo una suave voz detrás de él al  tiempo que se inclinaba hacia su hermano.  

Giró y descubrió a una joven mujer que también se inclinaba hacia ellos.  

— Parece una fractura seria, será mejor que llamemos una ambulancia. — Dijo ella entregándole un teléfono. — Marca a emergencias y pídela. 

Joel tomó el teléfono aturdido, dudó  por un momento y luego empezó a teclear los números mientras observaba cómo la mujer consolaba a su hermano. 

— ¿Cómo te llamas, pequeño? — Le preguntó ella con voz suave. 

— Se llama Daniel. — Dijo la hermana que ya se había acercado también y miraba todo con lágrimas de miedo y preocupación brillando en sus ojos. 

— Daniel, cariño. — La mujer acarició su frente con suavidad. — Vas a estar bien, te lo prometo. 

— ¿Me voy a morir? — Preguntó el niño con angustia. — ¡Me duele mucho! 

— ¡Por supuesto que no te vas a morir! — Sonrió ella tratando de calmarlo. —Sólo te van a acomodar el hueso en su lugar y te van a cubrir el brazo con vendas de yeso. Después, lo van a dejar así hasta que se termine de pegar por sí solo. 

— Mi papá nos va a matar. — Murmuró Raquel con preocupación. 

— ¿Por qué? — Preguntó la mujer tomándole la mano. — Fue un accidente, nadie tuvo la culpa. 

— La ambulancia viene en camino. — Interrumpió Joel. — ¿Cómo está mi hermano? 

— Asustado, pero bien. — Respondió la mujer. — Me llamo Oona.  

Añadió sin soltar la mano de la niña ni dejar de acariciar la frente del herido.  

— ¿Y ustedes cómo se llaman?  

— Yo soy Joel, ellos son mis hermanos, Raquel y Daniel. 

A lo lejos se empezó a escuchar el ulular de una sirena. 

— Espero que sea la ambulancia. — Dijo Joel preocupado. 

— Seguro que lo es. —Asintió Oona. — ¿Quieres que los acompañe? 

— ¿Me haría el favor? — El joven la miró con ojos suplicantes. —Aún tengo que avisarle a papá. 

Ella sólo asintió. 

Un instante después los paramédicos llegaron hacia ellos, estabilizaron al niño y lo pusieron en una camilla. — Sólo uno puede ir con él en la ambulancia. — Dijeron mientras levantaban al herido y lo acercaban al vehículo. 

— ¿A qué hospital lo llevan? — Preguntó Oona caminando junto a ellos. 

— Al Centro Médico General. — Respondió el paramédico. 

— Joel, ve con tu hermano, yo los sigo con Raquel en mi auto. ¿te parece? 

Joel la miró dudando. 

— No sé si… — Se interrumpió dudando. 

Oona lo miró a los ojos, se acercó y acarició su mejilla.  

— Eres un muy buen hermano mayor, cuidas mucho a los pequeños; haces bien en desconfiar de una extraña. Pero no temas, te aseguro que Raquel estará a salvo conmigo. 

Joel asintió y siguió la camilla hacia la ambulancia. 

Las dos mujeres, tomadas de la mano, se encaminaron rápidamente hacia un pequeño auto blanco que estaba estacionado cerca. 




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