La primera explosión iluminó el cielo. Se oyeron vitores y festejos en toda la ciudad. Bocinazos, perros corriendo a esconderse, risas, corchos volando y más acciones daban señal de que ya era Navidad. Josefina y sus dos hijos de 5 y 9 años, Juan y María, miraban el gran árbol de Navidad que habían montado en el faro un año más. El clima caluroso de Córdoba lo hacía ideal para pasar la noche sin techo. Ellos no tenían un árbol y, a pesar de la difícil vida que tenían, aún creían en la magia de la Navidad. "Mañana será mejor", repetía siempre Josefina a sus pequeños cuando el mundo les recordaba lo mal que vivían.
Este año no había sido nada fácil pero había logrado conseguir un pan dulce y una botella de medio litro de gaseosa para cada uno. Había usado parte del dinero que había ganado vendiendo dibujos en la peatonal y con lo obtenido por el pequeño Juan, quien vendía tarjetas navideñas. Para sorpresa de los niños, sacó dos cajitas envueltas con el diario de la semana anterior. Juan la miró triste al entender que eran los regalos de Santa y a María se le iluminó la cara llena de felicidad. Rompieron el diario como su madre les había enseñado. "Romper el envoltorio de un regalo trae buena suerte", les decía cuando les daba un regalo.
— ¡Una muñeca, una muñeca! — gritó contenta la niña mientras envolvía en un abrazo a su madre. El niño, mientras tanto, sostenía un pequeño cuaderno y lápiz con una mueca rara intentando no mostrar su felicidad.
— ¿Qué pasa, Juancho? ¿No te gustó el regalo? — le preguntó Josefina con miedo de haberse equivocado.
—No es eso, mami... No... No hacía falta el regalo... — tartamudeó el pequeño a punto de las lágrimas.
A pesar de lo mucho que le gustaba su regalo, comprendía que su madre debió gastar dinero en ello, sin importar qué tan barato le haya salido.
— No tengo nada para regalarte — le dijo el pequeño al fin y con las lágrimas surcando sus mejillas.
Una carcajada lo sorprendió y Josefina los envolvió a ambos en un fuerte abrazo interminable. En un segundo, la mujer recordó todos esos años y lo mucho que se esforzaba cada día para darles a ello un mejor presente. Guardando sus lágrimas y dejando mostrar una sonrisa enorme, besó en la frente a sus dos hijos con una alegría que Juan no llegaba a entender y María disfrutaba entre risitas.
— Ustedes son el mejor regalo que podría haber recibido en mi vida.