Te pienso sin pensarlo,
sin darme cuenta, ni quererlo.
Nos respiro cada mañana,
sobre todo cuando llueve.
Cuando las hojas cantan
y las estrellas duermen.
Es de madrugada, como cada vez que me despierto. Aún el sol no se ha colado entre las hojas de los árboles, por lo que tengo tiempo de sentir la brisa helada y bailar en la penumbra.
Cierro los ojos antes de incorporarme, inhalo en un intento por que mis manos dejen de temblar. Esperando, con la paciencia que no tengo, la presión en el pecho que me ha atormentado desde hace un poco más de una semana. Por ahora, todo en orden.
Las gotas heladas de sudor se deslizan por mi frente y les ordeno que me dejen en paz, se apilan en el suelo y siento que mis pesadillas se alejan junto a ellas.
Justo antes de ponerme de pie, miro como la pantalla de mi móvil se enciende y la calma que tanto me había costado recuperar se disuelve en un segundo.
«¿No lo había apagado anoche?»
Vibra, como si se burlara de mí. El número rojo contando las llamadas perdidas titila y me lanzo en la cama de golpe, tomo la almohada y grito contra ella. Sigue vibrando, como si me martillara el cerebro, y mi pecho comienza a doler casi al mismo tiempo. La presión aumenta con cada intervalo, sube hasta mi garganta y no puedo más.
—¡¿Qué?! —intento gritar en el micrófono al contestar, pero la voz apenas se escapa de mi garganta.
Una respiración entrecortada, ahogada, como las otras veces. Luego silencio. La llamada termina. Confirmo lo que ya sabía al volver a ver la pantalla: el número es el mismo que me ha estado atormentando. Lo bloqueo, de nuevo, a pesar de que en el fondo sé que no servirá de nada.
La lógica me grita que no es nada, que es una broma pesada o un error del aparato, que es una coincidencia que las llamadas comenzaran junto con los dolores y las pesadillas. Pero no puedo más.
«Necesito decirle a alguien o voy a enloquecer.
Pero, ¿y si ya piensan que estoy loca?»
La pantalla no vuelve a iluminarse y esta vez puedo ponerme de pie. Me inclino para dejarlo en el cajón junto a mi cama, pero un escalofrío me recorre. Un presentimiento absurdo me obliga a traerlo conmigo, así que vuelvo a apagarlo y lo guardo en un bolsillo. Quizás la bruma matutina me ayude a pensar.
Salgo por la ventana y camino sobre la neblina, cientos de gotitas me sostienen en el aire y la sensación de humedad hace que poco a poco me relaje. Sonrío al sentir la brisa y olvido mis preocupaciones por unos segundos, desde pequeña este siempre ha sido mi momento de paz. Justo antes de que el mundo despierte y el caos comience, incluso antes de que los pájaros se pongan a cantar.
El silencio y yo nos llevamos bien desde hace años, me ayuda a poner la mente en blanco. Poco a poco los pensamientos que martillean mi cerebro pasan a segundo plano. Los espejismos que me atacan como si fueran recuerdos de otra vida se vuelven transparentes. Las sonrisas de alguien que nunca conocí.
Me siento en la rama de un árbol y miro como la ciudad aún duerme a lo lejos. Trenzo hojas que voy arrancando y las enredo en mi cabello. El mar me llama desde la costa a pocos metros de mí, y sonrío al escucharlo. El vaivén relajante de las olas me mece hacia adelante y hacia atrás, pero poco a poco se transforma. El sonido de una risa que no reconozco, pero mi mente se empeña en recordarme.
Sueños de otra versión de mí misma, menos triste, menos sola.
Ahí están, puntuales. Las lágrimas, mis otras fieles compañeras. Suelto las hojas y aparto la mirada antes de que caigan al suelo, entonces suspiro y vuelvo a la realidad.
«Ya falta poco para que amanezca.»
Algo se mueve entre las ramas junto a mí y mi cuerpo deja de reaccionar. Siento un escalofrío de pies a cabeza y no puedo parar de temblar. Tardo unos segundos en comprender que es mi bolsillo, y el teléfono volviendo a atormentar mi existencia.
—¿Quién eres? —susurro y escucho mi voz resquebrajada— ¡¿Qué quieres?!
Sé que está del otro lado, la respiración agitada es la única respuesta.
«No, hay algo más»
Un sollozo casi imperceptible la acompaña esta vez, justo cuando pensé que no había nada que me aterrara más.
Dejo caer el aparato al suelo y ruego por lo bajo que se destroce en mil pedazos, pero la pantalla se vuelve a iluminar con malicia, en perfecto estado.
La presión en el pecho cada vez dificulta más mi respiración, poco a poco comienza a dolerme la cabeza. No quiero aceptarlo, pero algo anda mal conmigo. Muy mal.
«Y cada vez es peor»
No es normal ser tan mayor y aún así no haberme desarrollado por completo, es como si mi cuerpo hubiera pasado su fecha de caducidad sin previo aviso.
«¿Será el destino el que está llamándome, para reclamarme antes de tiempo por estar defectuosa?»
Mis lágrimas aumentan, aunque no recuerdo cuándo comencé a llorar. Una llovizna leve las acompaña y me dejo caer poco a poco hasta el suelo, ayudada por las gotas.
Intento convencerme de que no es nada, de que Madre tiene razón y el tiempo de cada uno es distinto. Que no tiene nada de malo que no me haya desarrollado aún. Pero ni siquiera ella ha podido responderme por qué.
«¿En qué punto de mi existencia comencé a sentirme tan perdida?»
Miro el teléfono a mis pies, pero por más que quiero dejarlo allí tirado sé que no servirá de nada, está tan atado a mí como las gotas que me rodean. Otro intento más de robarnos nuestra individualidad, porque como comunidad debemos estar siempre conectados.
Ya no quiero flotar, así que camino de vuelta a casa con el peso de la incertidumbre sobre mis hombros. Poco a poco las nubes comienzan a separarse, se desintegran como algodón de azúcar. Por fin comienza a salir el sol y seca mis lágrimas contra mi voluntad. Sonrío sin sentirme bien del todo al entrar de nuevo a la comunidad, y los demás hacen lo mismo.
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Editado: 14.11.2022