La neblina que nos rodea

8: CARACOLES EN TU CABELLO

Un susurro inexplicable

pide auxilio desconsolado.

Lo escucho en mis adentros,

aunque sigo sorda.

Y cuando acudo al llamado descubro,

que soy yo quien grita.

 

«Estúpido Mirko, estúpidos Vigilantes, estúpida chica del pintalabios rojo.»

Camino sin ver a dónde voy, porque no me importa. Quizás sea momento de volver a casa, pero es lo que menos quiero hacer en este instante. Sé que si tan solo la chica no me hubiera ignorado, habría tenido la valentía de plantarle cara al resto de los avins y de demostrarles que la separación no es nada más que una ridícula muestra de lo obtusos que son.

Solo imaginarme intentando hacerlo y encontrar un grupo de humanos riéndose de mí o pidiéndome que me largara fue suficiente para que se me quitaran las ganas.

Y es que no comprendo cómo el mundo entero parece estar en mi contra.

La resaca del dolor en mi pecho se mezcla con la puntada que sentí al ver cómo incluso Mirko se ponía de parte de ellos.

«Y quiero llorar de nuevo.»

Subo, bajo y subo un poco más. Ha comenzado a lloviznar de nuevo y cuando salgo del centro de Aldoba me refugio en una banca a un lado de una plaza. Tomo el teléfono y seco las lágrimas de mis ojos, mis manos tiemblan.

«No me entienden. No los necesito. No necesito a nadie.»

Busco las fotografías que parecen ser lo único capaz de calmarme en este momento, aunque no sean más que manchones de colores en la galería del aparato. Abrazo mis piernas y me pongo a pasarlas una a una, a pesar de tenerlas grabadas a fuego en mi memoria. Siempre son iguales: dos siluetas, dos fantasmas de alguna vida lejana. En parques, casas, una biblioteca, una playa.

La playa.

Esa, con la casa sobre el acantilado, la que casi siempre está vacía.

¿Por qué reconozco justo ahora esa silueta, si he pasado años viendo el mismo manchón una y otra vez?

No pasan muchos minutos cuando siento la brisa marina en mi rostro, intento recordar la última vez que estuve aquí, pero se me hace imposible. De pequeña, buscaba cualquier excusa para ir al acantilado y poder mirar la ciudad a lo lejos y cómo el océano se metía entre las casas en la costa.

Se me había olvidado cuánto extrañaba estar aquí, sobre todo a estas horas.

Vuelvo a ver las fotos y cada vez estoy más convencida de que estoy en el lugar indicado. Siento un cosquilleo en la parte de atrás de mi mente, un susurro cobrizo que intenta decirme algo que no soy capaz de escuchar.

Camino por la orilla, pisando las olas. Detengo la espuma de mar entre mis dedos y la devuelvo a su dueño antes de que llegue a tocar mi piel. Me pregunto si seré la única de nosotros que pasa por una situación parecida, que no está feliz todo el tiempo. Y mientras pienso me doy cuenta de las diferencias que no hacen más que crecer. Cada vez me parezco menos a los míos, y más a ellos.

«Ellos, con más preocupaciones que horas en el día.

Nosotros, con nuestra pequeña comunidad perfecta y sonriente.

¿En cuál encajo más?»

Suspiro porque no me gusta pensar en ello, en que quizás la creación se equivocó conmigo. Mientras las olas retumban en mis oídos cierro mis ojos y trato de dejar esa actitud a un lado, ¿por qué tiene todo que ser blanco o negro siempre?

Aprovecho de balancearme y sentir la sal en mi rostro. Esta vez no me ocupo de apartar las gotas, me reconfortan. Me descalzo y comienzo a caminar hacia adelante, solo lo necesario para empaparme hasta los tobillos.

«Quizás un poco más.»

Abro los ojos, cada vez hay menos oscuridad, a pesar de que el mundo siga en penumbra. El silencio que reina abrumaría a cualquiera, pero a mí me agrada. Las olas chocando contra las rocas, las hojas de los árboles moviéndose con la brisa, el latido de mi corazón y un lloriqueo que trae el viento.

Inhalo el salitre y estoy a punto de sentarme en la arena cuando asimilo lo que ocurre. Miro a mi alrededor, pero no hay señales de vida.

«¿Me he vuelto loca?»

Vuelvo a la realidad y miro a mi alrededor, buscando en cualquier rendija, preparada para ver un par de ojos acechándome desde algún punto que no he logrado reconocer. Las palabras de Mirko no dejan de hacer eco en mi cerebro, la idea de que alguien puede estar causando que mi vida se vuelva abajo me abruma de pies a cabeza.

«No es posible, nadie puede hacer eso.»

Aunque, ¿por qué no?

Una de las pocas películas que acepté ver con Mirko hablaba de una mujer que comenzaba a volverse ciega por estrés, y luego resultó ser culpa de un acosador que estaba loco por su hermana.

«Es solo el viento, no hay nadie más aquí.»

O puede ser algún monstruo, uno de esos fearas que mencionó Kariye, algún avin que haya perdido la cordura por no haberse desarrollado. Pero, ¿por qué está llorando?

El pecho me duele y dejo caer el teléfono, que vibra unos segundos y luego se apaga. Lo recojo a duras penas, está hirviendo y la batería ha muerto. Aprieto los ojos hasta que el dolor disminuye y sigo caminando en contra de todo lo que es lógico. Intento enfocarme en el sonido de las olas para no comenzar a imaginar pasos siguiéndome.

Monstruos, ¿o algún alma en pena?

El ambiente se siente pesado, triste, lleno de dolor.

El llanto que trae el viento se comienza a definir cada vez más y, sin darme cuenta, llevo la mitad del trayecto hacia la pequeña casa abandonada al borde del acantilado.

«Esa suma de elementos no parece prometedora.»

Cada rama que piso, cada ola rompiendo contra las piedras, suenan como aullidos fantasmagóricos provenientes de un mundo oculto entre las sombras, salido de las pesadillas que han comenzado a atormentarme.




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