Con tan sólo 10 años de edad mi forma de ver y actuar en el mundo cambió por completo y para siempre. Este cambio no fue producido por un gran acontecimiento ni por una desgracia. La chispa que consiguió prender en mí fue consecuencia de tres simples y sencillas palabras 'Amar al prójimo'.
Recuerdo perfectamente la primera vez que las escuché, o por lo menos, que fui consciente de ello. Como cada domingo, la familia Sant al completo nos habíamos vestido con nuestros mejores trajes y nos encontrábamos en la iglesia, yo no solía disfrutar el estar sentada en un banco por casi una hora y mucho menos escuchar el interminable sermón del pastor, pero aquel día esas tres palabras lograron entrar en mi corazón.
La verdad, no llegué a comprender muy bien qué era aquello del prójimo, pero había llamado mi atención y a partir de ese momento, escuchaba los sermones como si me fuera la vida en ello. Algunos domingos salía muy decepcionada, el reverendo hablaba de muchas cosas, pero tardó unos meses en volver a decir algo que yo pudiera relacionar con 'amar al prójimo'. No obstante, cada domingo acudía a la iglesia esperanzada de poder comprender aquellas palabras y el día que descifré parte de su significado entendí porque me habían atrapado. El padre había dicho que debíamos ayudar al prójimo, y que los pobres de la calle y los enfermos eran el prójimo. Desde aquel momento decidí que ese iba a ser el lema de mi vida, 'Amar al prójimo'. Por aquel entonces no tenía ni idea de cómo lo haría, pero sí poseía una gran determinación que permitió que llegara más lejos de lo que podría haber imaginado.
Radicalicé tanto las palabras del pastor que doné todas mis pertenencias a los pobres y dejé de alimentarme para poder darles a ellos de comer. Llegué a tal extremo que me desmayé y cuando el médico vino a visitarme comprendí que quizás había otro camino para cumplir lo que yo había decidido sería mi vocación.
-Señorita Sant ¿puede decirme por qué no desea usted comer? - Me preguntó el doctor una vez obtenido el diagnóstico.
-Yo sí que deseo comer. - Dije con sinceridad.
- ¿Y por qué no lo hace?- Yo lo miré dudosa, no sabía si mis razones le parecerían lo suficientemente buenas o si iba a considerar que era una niña tonta.
-Yo...
-¿No confía en mí? -Preguntó dibujando una gran sonrisa en su anciano rostro- ¿Sabe que yo ayudé a su madre cuando usted nació? Y que conocí a su madre cuando tenía su edad... - No sé por qué, pero aquellas palabras consiguieron tranquilizarme.
-Verá... es que hay gente que lo necesita mucho más que yo... ¿ha visto usted a todas esas personas que no tiene dónde vivir...?- El doctor pareció enternecerse con mi palabras y su respuesta fue la clave gracias a la cual fui capaz de enfocar mi vida.
-¿Cómo vas a poder ayudar a toda esa gente si no te cuidas? Sabe... a mi me encanta ayudar a las personas, por eso me hice doctor, pero si yo no me cuido primero a mi mismo, no puedo ayudar a nadie.
-Lo comprendo.- dije meditando sus palabras.
-¿Me prometes que vas a cuidar de ti misma de ahora en adelante?- Me preguntó extendiendo su brazo.
-Se lo prometo. - dije dándole la mano para cerrar el trato.
Tuvieron que pasar casi dos años hasta que realmente pude comenzar con mi labor. Cuando mis padres empezaron a dejarme ir sola al centro para hacer recados, descubrí la cantidad de gente que vivía cerca nuestro y necesitaba ayuda. Y así, pude iniciar mi misión.
No estaba bien visto que una muchachita de buena familia fuera pululando sola por los peores barrios, pero mis padres no es que fueran ejemplo del decoro y las normas sociales y como mi refinada hermana Gloria ya se había ido de casa nadie me impedía realizar mis actividades. Por lo que, no hubo nadie que pusiera ningún inconveniente a mis acciones. Las únicas dos normas establecidas por mis padres fueron que continuara realizando las tareas que me habían asignado en casa y que estuviera de vuelta antes de la hora del té. Por esa razón, mi día comenzaba muy muy temprano. No es que tuviera un sinfín de tareas del hogar, pero sí las suficientes como para tenerme ocupada casi dos horas, después de aquello preparaba comida para repartir entre los más necesitados y me iba de casa. La verdad con el tiempo fui capaz de abarcar más tareas, lo que en un principio comenzó siendo reparto de comida, fue ampliándose, hasta llegar a dedicarme a hacer cualquier cosa con la que pudiera ayudar, desde reparar ventanas, vendar brazos, lavar heridas, cuidar niños...
Trascurrieron tres años y ya no vivía ningún doctor por la zona, por lo que si alguien requería los servicios de uno debía pagar sus honorarios y su desplazamiento. Debido a las circunstancias tuve que ir formándome para poder dar una mejor atención a las personas, aprendí a preparar remedios caseros, hacer torniquetes, supurar heridas.... Sin darme cuenta a la temprana edad de 15 años me había convertido en una especie de curandera. Por ello, cuando el reverendo anunció que llegaría un nuevo doctor decidí que ya era el momento de dar un paso más.
-¿Qué hace usted aquí? ¿Necesita algo? - No eran ni las siete de la mañana, pero sabía que el nuevo doctor llegaría hoy para instalarse en la consulta y yo no podía perder aquella gran oportunidad.
-Buenos días señor. - Dije cortésmente.- ¿Es usted el nuevo doctor?- Pregunté sin rodeos.
-¿Quién desea saber?- Sabía que aquella pregunta era simplemente su forma de pedirme que me presentara.
-Disculpe mis modales, soy Aroha Sant aprendiz de enfermera.- Solté como si tal cosa. Él levantó una ceja y me miró de arriba abajo.
-Disculpe mi incredulidad señorita Sant.- Dijo divertido.- Jamás había conocido a una enfermera tan joven.
-Está bien.- Dije mirando la punta de mis zapatos.- No soy enfermera.
-¿No me diga?- Dijo irónico.
-Pero no hay nada que desee más que poder ayudarle a usted.