Capitulo 2- El retrato del forastero

El amanecer llegó gris, sin canto de aves ni luz plena. Elara despertó con la sensación de haber sido observada toda la noche. La campana no volvió a sonar, pero el eco de su tañido seguía vibrando en sus sienes.

Decidió recorrer la casa con calma. Cada habitación parecía habitada por un pasado silencioso: muebles cubiertos, retratos con rostros desvaídos, libros que al abrirse exhalaban polvo y perfume antiguo. En el despacho encontró una llave diminuta colgando de una cinta negra. No recordaba haberla visto antes. Instintivamente la guardó.

El retrato del hombre seguía allí, en el salón principal. Bajo la luz opaca del día, su rostro parecía aún más real. Los ojos —tan semejantes a los suyos— tenían una melancolía que la perturbaba. Una placa bajo el marco decía:
“Lord Auren Ravenscroft, 1847.”

El apellido la estremeció. No conocía a ningún Auren en su árbol familiar. Buscó en los libros de genealogía que su abuela solía mantener, pero entre fechas y nombres, aquel hombre no aparecía. Era como si el retrato perteneciera a otra historia, a otra vida.

Al caer la tarde, Elara escuchó pasos sobre el piso superior. Subió despacio, con el corazón golpeándole el pecho. Los pasos se detuvieron al llegar al pasillo donde colgaba un espejo cubierto por una sábana. Con un impulso, la retiró.

El espejo reflejaba su figura… y detrás de ella, por un instante, el hombre del retrato.

Gritó, giró, pero el pasillo estaba vacío. Solo el aire helado y el leve olor a rosas muertas.

Esa noche, incapaz de dormir, encendió una lámpara de aceite y volvió al salón. Se sentó frente al retrato. Habló en voz baja, como si el silencio escuchara.
—¿Quién eres? —susurró—. ¿Por qué te pareces tanto a mí?

Entonces, una corriente de aire apagó la lámpara. En la penumbra, una voz, apenas un aliento, le respondió:
—Porque me perteneces.

Elara se quedó inmóvil. No había nadie allí.
Y sin embargo, el retrato parecía sonreír.