La niña del expreso de las 8:14

La niña del expreso de las 8:14

Cuando cierro los ojos y silencio las voces de la muchedumbre a mi alrededor, aún puedo verla. Allí, al otro lado del cristal amarillento del vagón del metro. Justo enfrente de mí. Una niña rubia de unos siete años, tierna como una flor que ilumina los rostros marchitos de los mendigos que la rodean. Parece como si estuviera a la vez fuera de lugar como en su sitio, un girasol que crece alto y lozano en medio del montón de estiércol. Se parece tanto a mi querida Juana.

He vuelto decenas de veces a la estación esperando volver a encontrarla. Temiendo encontrarla. Temiendo que solo viera en mí a un viejo decrépito con los dientes torcidos e incapaz de caminar siquiera sin su bastón. Temiendo y a la vez ansiando encontrarla. He visto muchos otros niños, muchos otros mendigos estos días, pero mi niña rubia se ha esfumado entre la corriente de cabezas que fluyen por estos túneles hasta volver a aventurarse a vislumbrar la luz del sol o perderse en la boca grasienta del expreso de las 8:14. Al igual que hizo mi Juana hace ya tantos años.

Se escucha el grito de un niño. Abro los ojos asustado. Junto a un mendigo ciego vestido con una vieja cazadora desteñida que agita su lata de judías vacía haciendo resonar las pocas monedas que contiene, dos hombres vestidos de blanco aséptico forcejean con un chavalín de edad parecida a mi niña, pelo rebelde y fieros ojos verdes. El chiquillo se revuelve entre los brazos de uno de los hombres que lo apresan y le clava los dientes en la mano. Un chillido ensordecedor se abre paso entre el vago murmullo de la muchedumbre y rebota entre las paredes del túnel de la estación. Por un instante todos los presentes levantan la vista de sus pantallas y se fijan en el forcejeo al igual que yo. Pero el espectáculo dura poco, la antes salvaje mirada del pequeño se apaga y su cabeza cae lacia sobre el antebrazo del hombre que ahora lo sujeta casi con delicadeza, como si lo estuviera protegiendo de caer aplastado bajo llos zapatos de la muchedumbre que caminan y caminan sin volver la vista. El sedante ha empezado a hacer efecto. Me incorporo de mi silla ignorando el relámpago de dolor que atraviesa mi rodilla y me dirijo a la salida. Ahora sé dónde encontrar a mi niña. El tiempo apremia.
 

—Bienvenido, señor Martínez. Por favor, siéntase un rato en la sala de espera. Enseguida lo atenderán.

Obedezco a regañadientes. La punta de goma de mi bastón chirría sobre el blanco mármol del suelo del pasillo. "El refugio de los abandonados" se puede leer en grandes letras negras cinceladas sobre la también blanca pared. "Protectora de niños". ¿Por qué será que todos estos antros siempre tienen nombres parecidos?

Hay una anciana y varios hombres jóvenes esperando en la cola delante de mí. Siento como el sudor frío se condensa sobre mi nuca y comienza a fluir a lo largo de mi espalda. ¿Y si uno de ellos se fija en ella y se la lleva antes de que pueda sacarla yo mismo de aquí? Rechino con los dientes. ¡No, no! ¡Esa niña es y será mía! Mataré a cualquiera que ose interponerse entre nosotros.

—¿Señor Martínez?

Si prestas atención se escuchan los gritos excitados de los chavales que corren por el patio. Ni siquiera las gruesas paredes que aún me rodean son capaces de ahogarlas. Y allí, en algún lugar en el medio de toda esa horda, estará mi niña. Lo sé, puedo sentirlo.

—¡Señor Martínez!

—¿Eh?

—Pase, por favor.

Me recibe un hombre con el pelo de color paja peinado hacia adelante para disimular su incipiente calvicie. Tiene aspecto de haberse acabado de levantar, o tal vez sean esas gafas grandes y redondas que lleva las que realzan sus ojeras. No es como me hubiera imaginado a alguien que dirije una institución tan grande como esta, más teniendo en cuenta que parece que heredó su traje de un hermano más delgado que él. Deben de estar a punto de estallar todas las costuras.

—Bienvenido a nuestra humilde morada, señor... Martínez —me saluda con voz ahogada sin mirarme apenas—. Siéntese, siéntese. ¿En qué puedo ayudarle?

—He venido porque quiero adoptar una niña.

El hombre levanta la mirada de los papeles que tiene ante él y me contempla.

—Entiendo.

—Busco una niña caucásica, ojos azules, de unos...

—Bien, bien. Deberá saber que elegir el sexo y la raza del niño a adoptar tiene una tarifa adicional.

—¿Qué?

—Oh, no se preocupe señor Martínez. Si dispone de pocos medios económicos le sugiero adoptar un niño chino o negro de sexo masculino y mayor de diez años, o tal vez uno con síndrome de Down o alguna minusvalía física. Estos últimos salen gratuitos. Verá, nadie los quiere y desde la ley 27/2031 de 12 de diciembre sobre el tratamiento digno de infantes abandonados no podemos enviarlos al matadero. Y además, una vez que están aquí tampoco podemos dejar que los familiares que los abandonaron o cualquier persona que los haya conocido de antes pueda volver a adoptarlos.

—No, no. Quiero una niña rubia de ojos azules. Tengo medios.

—Si no es molestia —sisea el hombre—, permítame comprobar su nivel crediticio.



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En el texto hay: obsesion, surrealismo

Editado: 19.10.2019

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