La niña en el espejo

SEGUNDA PARTE

La madre de Hannah la regañó en cuanto curó esa horrible marca en su brazo. Justo como un arañazo, contundente, brutal y sobre todo doloroso; como la herida de un enorme animal salvaje de garras perfectamente afiladas.

La pequeña se sintió fatal tras la penitencia, pero aún más al descubrir que la habitación del espejo estaba perfectamente ordenada y pulcra al regresar a la mañana siguiente a comprobar su estado. El animal enjaulado que gruñía bajo la espesa oscuridad de la noche había destrozado todo a su paso, rasgado las paredes y estallado en su ira injustificada.

Pero cuando se paró frente al espejo nuevamente en la tarde, la habitación continuó en completa paz. Sin embargo ―y como algo que antes no le había sucedido―, Hannah se sintió muy incómoda con su reflejo.

La forma oscura con la que sus ojos la miraban, la apariencia inquieta y perversa con la que su cuerpo se postulaba y sus labios parecían torcerse en una sonrisa que ella no esbozaba.

¿Ella se veía realmente así?

Hannah no estaba segura, pero el espectro del espejo continuaba nadando entre sus pensamientos cada vez que veía su brazo vendado mientras deambulaba por la casa.

Decidió que no necesitaba volver a ser regañada por su madre por su creciente e infantil imaginación.

Por esa misma razón se prohibió volver a entrar a la habitación del espejo.

Pero no importaba cuánto Hannah intentara mantenerse alejada de la habitación, ésta parecía saber manipular la poderosa curiosidad de la menor. A veces la luz se encendía sola en el interior mientras ella paseaba en carrito a sus muñecas; en otras, oía murmullos leves que secreteaban al otro lado de la puerta.

Es cierto que Hannah tenía una amplia imaginación y un sentido de la aventura mucho mayor por descubrir el resto de la casa, pero aquella habitación parecía tener vida propia y manipulaba su mente de una forma que solo un niño podría saber entender.

―No te quiero volver a repetir las cosas, Hannah ―advertía su madre cada vez que su hija sacaba el tema a colación.

Y es que un día le relataba sobre pisadas que oía en la noche, a veces confesaba muy convencida que veía la sombra de alguien detrás de la madera; incluso Hannah una mañana se armó de valor para contarle a su madre que quien la atacó la primera vez fue el animal enjaulado de la niña que vivía dentro del espejo.

¡Qué montón de disparates raros relataba su hija!

Al menos, era lo que se repetía la mujer cada vez que veía a su hija impacientarse con su imaginación atropellada.

Una tarde, mientras esperaba el regreso de su madre con la cena, el pequeño ángel de ojos brillantes, deambulaba por la planta baja buscando entretenerse.

El caserón era bastante antiguo y mohoso, la distribución de las habitaciones se regía por largos pasillos tenues a falta de iluminación y ventanales excesivamente grandes para la poca luz que se filtraba a través de ellos.

El hedor que desprendían las paredes parecía acentuarse en diferentes momento del día, recurrente pero no constante; aun así lo suficientemente espantoso como para eludirlo.

Otra cosa que tenía inquieta a Hannah era el excesivo silencio sordo que se asentaba a su alrededor, como un chiflido leve que no cesaba. Entonces descubrió el eco que producían los golpes en la madera, acallando el sonido latoso y se divirtió provocando diferentes sonidos mientras pasaba el rato.

Notó que las paredes del pasillo de las habitaciones del ala este sonaban más fuertes y vibrantes y que el sonido perduraba incluso más que la planta baja.

En una risa floja por hallar un pasatiempo, Hannah dio dos golpecitos sobre la madera y el traqueteo de la madera del ala oeste vibró llamando su atención.

― ¿Mami?

Hannah llamó suavemente mientras perseguía los pasos que hacían crujir la madera vieja y destartalada, al otro extremo del pasillo. Oyó una puerta abrirse entre penumbras, con un lento chirrido que ensordeció el eco anterior.

― ¿Mami, llegaste?

Su voz tembló un poco, más avispada que antes, nuestra pequeña Hannah ahora era un poco más consciente del entorno en que se movía.

No obtuvo respuestas a su pregunta, pero la luz se encendió en el interior de una de las habitaciones al frente y la sonrisa que se dibujó en su rostro fue suficiente descripción para mover a Hannah a perseguir a su madre. Corrió a toda prisa por el pasillo tenue y escandinavo y se detuvo a centímetros de la madera de la puerta cuando el hedor putrefacto se coló en su nariz, espantoso y desagradable que volvió a picarle la nariz en un estornudo.

Una risilla burlona y pausada se oyó a través de la puerta entreabierta, la luz de la habitación aún encendida bajo el más culposo e inquietante silencio.

La niña retrocedió con el cuerpo hecho un manojo de nervios y un corazón agitado indicándole claramente que debía retroceder. Sollozó un momento en un mohín de lo más vulnerable y se dio a la fuga unos segundos antes de que la voz de su madre la llamara desde el interior de la habitación.

― ¿Mami? ―llamó la niña sorprendida y un poco más avistada ante la calidez de la voz―. Mami, ¿eres tú? ―con sus manitas temblando un poco aún empujó la puerta hacia el interior―. ¿Por qué no me dijiste que estabas aquí…?

Su cuerpo se detuvo en el reducido espacio, con el aire denso filtrándose por las paredes y las lágrimas escociendo sus ojos azules tan brillantes y acobardados ante la figura taciturna del espejo frente a la puerta.

Esa misma tarde lo habían cubierto para que no acaparara el polvo cuando un hombre llegó a verlo; pero en esos momentos la manta estaba en el suelo y el rostro perverso de la niña de ojos redondos y saltones le observaba fijamente.

Hannah hizo un puchero, regresando sobre sus pasos hacia la salida pero de inmediato se dio un sopetón contra la puerta cerrada. El llanto comenzó como un quejido de dolor ―que puedo asegurar que no sentía dolor, al menos no en esos momentos― uno sordo producto del miedo; para luego intensificarse cuando la risilla volvió a oírse entre el reducido espacio en el que se hallaba prisionera.




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