—Esa advertencia se quedó resonando en mi cabeza. No supe qué decir ni cómo actuar; estaba a punto de levantarme y salir corriendo debido al horror tan grande que sentía. Mi cerebro se bloqueó completamente. Él era persistente con la idea de matarme.
—¿Le quedó claro? —cuestionó—. Porque no seré condescendiente con usted. Tiene suerte de que me encontró de buen umore; de lo contrario, estaría bañándose en su sangre.
Si así definía estar de buen humor, ¿qué me hubiera hecho si se tratara de lo contrario? Tal vez no se encontraba de buen humor y, como no se le daba la gana de matarme, me estaba asustando; sin embargo, esa teoría se desvaneció en mi cabeza cuando recordé que no debía subestimar a las personas.
El cielo tronó...
Entonces empezó a llover fuerte, muy fuerte, pero no se movió. Su pistola continuaba en mi mandíbula. ¿Acaso se había arrepentido de dejarme respirar?
Ese hombre fue hecho por las manos del diablo; no me cabía la menor duda de que así fue.
—Sí, me quedó muy claro —contesté con la voz tensa, a punto de temblar.
—Puede levantarse —me avisó—. Quiero hablar con usted, signorina; la veré en mi despacho dentro de media hora.
(..)
Me preguntaba para qué quería verme ese despreciable hombre con actitud de ogro. Qué demonios era tan importante y tan íntimo para que me llamara a su despacho. No le iba a preguntar, porque con el humor que se cargaba estaba segura de que no tardaría en descargar su pistola contra mi cuerpo.
Todavía pensaba que esto que estaba viviendo era una simulación, un completo sueño, una ilusión a causa de mi desesperación por conseguir un trabajo. Estaba convencida de que esto no podía ser real.
—Una chica que hablaba de esa manera, como si fuera súper dotada, además tan mimada por su padre que a veces se le olvidaba que era solo una adolescente de quince años.
Era malvada, porque aun sabiendo que yo padecía alergia contra los pelos de gato, adoptó uno. Estaba segura de que no lo hizo necesariamente para darle un hogar, sino para molestar a esta simple institutriz. Pero ¿qué podía esperar de la hija de un mafioso? Vamos, es que es evidente que un hombre que carece de valores no es una buena influencia.
Y aquí me encontraba yo, en el lugar de los hechos, en el lugar en el cual aquel hombre intentó tomar mi vida. Me volví un manojo de nervios al pensar en esa escena, cuando me tenía acorralada. Sin duda, en ese momento estaba viva de milagro, pero con la incertidumbre latente en mi pecho, con la desesperanza y con la seguridad de que estos eran los últimos días de mi vida. Solo bastaba un momento, cualquier momento: en un arranque de ira, aquel ser inhumano estaba dispuesto a tirar del gatillo.
—Estoy aquí —pronuncié, jugando con mis dedos. No sabía por qué insistía en dejar todo a oscuras, tan solo con luces tenues; eso alimentaba más mis miedos.
—¿Puede tomar asiento? —preguntó con ese acento. En otro momento de mi vida hasta hubiera dicho que era agradable; sin embargo, a causa de sus amenazas y sus juegos psicológicos se había convertido en una persona no grata para mí.
Caminé hasta la butaca que se encontraba frente a él, mientras por dentro sentía diez infartos, uno por cada vez que me sentía más perturbada.
—Parlami di te —me ordenó, con frialdad—. Quiero saber... cualquier información.
Inhalé y exhalé el aire acondicionado varias veces antes de decir una palabra; estaba buscando las fuerzas para combatir su frialdad.
—Señor Gambino —tragué saliva—, soy Rebeca Ibáñez, institutriz...
Levantó la mano en señal de que me detuviera, con aquel discurso que estaba segura de que para él era aburrido y repetitivo. Era demasiado fácil leer sus expresiones faciales.
—Ya estoy harto de escuchar lo mismo —confesó, de un modo aburrido. Observé su rostro áspero y sin ninguna expresión de felicidad. ¿Acaso no era feliz?—. ¿Usted... es una mujer que... pierde mucho el tiempo?
—¿Qué quiere que le diga? —cuestioné, confundida—. Eso es lo que soy...
—Quiero que me hable de su pasado oscuro —me confesó. Entonces las alarmas se incendiaron en mi cabeza—. Todos tenemos uno, y usted no es la excepción.
—¿Por qué no mejor hablamos de la educación de su hija? —propuse, desviando su atención, aterrada de que supiera a qué me dedicaba meses atrás—. El servicio de institutriz...
—La mia ragazza no necesita una governante —negó con la cabeza, y una sonrisa burlona curvó sus carnosos labios—. Ni siquiera necesita una tata.
—¿Y por qué, si no necesita una, usted insiste en retenerme aquí? —me atreví a preguntar.
—Porque todavía no confío en usted —contestó—. Usted vino aquí con un propósito, y cuando lo descubra se va a arrepentir de haberse metido en esta casa.
—Usted está equivocado, señor —le dije—. Solo vi el anuncio en internet y aproveché la oportunidad. Quiere que le hable de mí, ¿no es así? Tengo muchas deudas y problemas económicos.
—¿Problemas económicos?
Asentí, aliviada porque suavizó la expresión en su rostro. ¿Acaso me estaba creyendo? ¿Acaso mi sentencia de muerte estaba siendo revocada de ahora en más?
—¿Usted me cree? —cuestioné, con una mediana sonrisa en los labios.
—Pues le voy a dar el beneficio de la duda.
Esto era increíble; jamás pensé que eso sería posible algún día.
—¿Puedo llamar a mi madre, señor Gambino? —inquirí esperanzada; sin embargo, ese rayo de esperanza se apagó cuando me dijo esas secas palabras:
—No.
—¿Por qué todo el tiempo pensaba que lo estaba atacando? ¿Por qué parecía ser tan amargado aquel hombre? ¿Qué carajos le pasaba?
No me simpatizaba en lo absoluto, y es que era la definición de lo que llamamos perro con ropa.
—¿Por qué? ¿Acaso... esto es un secuestro?
—Trabajar para los Gambino es una tarea delicada —contestó—. Así que mientras trabajes para mia figlia, te voy a mantener vigilada de cerca.
—Otra cosa más —pronunció, en modo advertencia—. Ofelia es una niña muy sensible, así que le sugiero que usted intente tener paciencia con ella.
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Editado: 29.11.2025