La niñera de Sophie

~4~

Isabelle sacó la tarta del microondas con un aire triunfal, como si ella misma hubiese criado al pollo, recolectado las verduras del huerto y amasado la masa desde el amanecer. La colocó sobre la encimera con gesto dramático y se permitió un momento para disfrutar del aroma. Sencillamente espectacular. Si Alexander cocinaba así todos los días, ella iba a terminar pidiendo aumento solo en comida.

—¡Tarta lista! —anunció con voz de presentadora de concurso culinario—. Que suenen los violines y se abran los telones.

Justo entonces, Sophie apareció por la puerta, envuelta en su pijama lila de estrellitas, que contrastaba bastante con la cara de “no estoy para nadie”. Isabelle lo notó de inmediato y disimuló la sonrisa. Se había puesto el pijama. Eso solo podía significar una cosa: había aceptado el plan de película y palomitas. ¡Victoria temprana para la niñera principiante!

Pero, como en toda buena historia, la victoria fue ilusoria.

Sophie avanzó en modo automático, con la tableta pegada al pecho y los auriculares bien puestos. Se sentó con elegancia de reina aburrida y pulsó “play” como quien pone en marcha una rutina diaria perfectamente coreografiada. En la pantalla, unos muñecos con demasiada energía resolvían misterios a una velocidad sospechosamente parecida a la de un niño después de dos cucharadas de helado.

Isabelle frunció el ceño mientras servía la tarta.

—¿En serio? —murmuró para sí—. ¿Así se vive la infancia ahora? ¿Con expresión de lunes eterno y modales de diva?

Se sentó frente a Sophie con una sonrisa y le tocó suavemente el brazo.

—Oye, campeona digital, tu padre me dijo que la tableta es solo por una hora al día.

Sophie la miró sin quitarse los auriculares. Isabelle le hizo una seña para que se los quitara, y la niña obedeció con un suspiro que parecía venir de alguien con una agenda muy apretada.

—Siempre almuerzo viendo algo —declaró, como si citara la Constitución de la infancia moderna.

—¿Y no te gusta conversar? —preguntó Isabelle, arqueando una ceja con todo el dramatismo de quien se cree divertida—. Digo, tengo un repertorio impresionante de chistes malos y datos inútiles sobre tiburones.

—Estoy sola —dijo Sophie, encogiéndose de hombros como si eso no pesara—. Mi papá no almuerza en casa. Nunca lo hace.

La frase le cayó a Isabelle como un ladrillo envuelto en papel de regalo: algo triste, disfrazado de rutina.

—¿Y quién te cuidaba antes? —preguntó, bajando un poco el tono.

—Niñeras —respondió Sophie, clavando el tenedor en la tarta con una furia que probablemente solo se reservaba para enemigos y verduras verdes—. Pero todas se van rápido.

Isabelle asintió despacio, como quien ya empieza a atar cabos. Sus ojos bajaron a la tableta, todavía encendida.

—Bueno… —dijo con voz suave mientras la recogía con cuidado—. Por favor guárdala. No me gusta que haya tecnología a la hora de comer. Es el momento sagrado de conectar con la familia, los amigos…

Sophie levantó la vista con la mandíbula apretada, como si Isabelle acabara de insultar su programa favorito.

—Tú no eres mi familia. Ni mi amiga. Tampoco lo serás.

Isabelle no se inmutó. Sonrió con esa calma que solo los adultos con paciencia o muy buen café saben tener, y dejó la tableta a un lado, lejos del alcance inmediato.

—Puede que tengas razón —dijo sin dejar de sonreír—. Pero mientras estés a mi cargo, se cumple la regla de la hora de almuerzo sin pantallas. Tu papá fue muy claro: una hora al día, y con supervisión. Así que la puedes usar más tarde, cuando yo esté haciendo palomitas para la película.

Sophie bufó como si le hubiesen cancelado el Wi-Fi de por vida.

—Voy a decirle a mi papá que me quitaste la tableta.

—Perfecto —dijo Isabelle, imperturbable, como quien acaba de recibir una invitación a tomar el té—. Si él decide que puedes usarla a la hora del almuerzo, yo no voy a discutir. Pero hasta escucharlo de su propia boca, seguimos mi regla. ¿Te parece?

Sophie puso los ojos en blanco con tal exageración que Isabelle temió que se le quedaran así.

—¡A ver, no soy Tronchatoro! —añadió Isabelle, riendo.

—¿Quién? —Sophie la miró como si acabara de decir que los gatos son verdes y vuelan.

—¿No has visto Matilda?

—¿La que es un musical?

—¡No! Bueno… sí. Pero esa no es la original. Yo veía la primera versión cuando era niña.

—¡Debe ser de hace siglos!

—¡Oye! ¿Qué edad crees que tengo?

—¿Como la de mi papá?

—No sé cuántos años tiene tu papá, pero yo tengo treinta y tres.

—Él tiene treinta y seis.

—Entonces es muy joven. Y yo también —sentenció, inflando el pecho como quien acaba de ganar una batalla.

Isabelle pinchó un trocito de tarta con su tenedor y se lo llevó a la boca. Entonces suspiró como si acabara de morder un pedazo de cielo.




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