La niñera de Sophie

~6~

Alexander empujó la puerta con el pie, equilibrando dos bolsas de supermercado en cada brazo. La casa lo recibió con un silencio tan absoluto que por un segundo pensó que se había metido en el hogar equivocado. Frunció el ceño. Ni una carcajada. Ni un grito. Ni siquiera el zumbido de alguna caricatura en la televisión.

Silencio.

Y no del tipo zen, relajante, de spa con aroma a lavanda. No. Era ese silencio denso y sospechoso que uno asocia con niños que han encontrado pintura, tijeras o, peor aún, el acceso libre a internet.

Cerró la puerta con la cadera y se quedó de pie en el recibidor, alerta.

—¿Sophie? ¿Isabelle? —llamó, en un tono cuidadoso, casi reverente.

Nada.

Suspiró. No estaba particularmente preocupado por Sophie. Ella tenía la capacidad de adaptación de un mapache callejero: sobrevivía a todo. Su preocupación era Isabelle. Tal vez su hija la había encerrado en el armario. O tal vez, simplemente, la mujer ya se había rendido, dejando tras de sí solo una nota garabateada que decía: “Hice lo que pude. Buena suerte.”

Cargó las bolsas hasta la cocina con la resignación de quien lleva encima horas de batallas arquitectónicas y una intensa discusión sobre si los techos a tres metros invitan a la introspección más que los de dos setenta. (El cliente decía que los de dos setenta le oprimían el espíritu.)

—Solo quiero cenar… —murmuró mientras se asomaba a la sala.

Vacía.

Subió las escaleras de dos en dos, no porque tuviera prisa, sino porque su instinto de supervivencia lo empujaba a resolver cuanto antes lo que fuera que estaba cocinándose arriba.

Al llegar al pasillo, notó que la puerta del cuarto de Sophie estaba entreabierta. Inspiró profundamente (como un agente especial antes de abrir una puerta sospechosa) y la empujó con la punta del dedo.

Y ahí estaban.

Sophie, sentada en el borde de su cama, metía libros en su mochila con la eficacia de una mini secretaria escolar. Frente a ella, Isabelle afilaba lápices con la concentración de un monje tibetano que también da clases de arte.

Alexander sintió alivio. No había gritos. No había objetos voladores. Nadie atado con una cuerda de saltar. Y, lo más importante, Isabelle aún no había abandonado el barco en un bote de emergencia.

Se apoyó contra el marco de la puerta, disfrutando por un momento de la escena doméstica que parecía sacada de un catálogo de “hogares funcionales”.

Como ninguna de las dos lo notó, carraspeó con una teatralidad digna de una entrega de premios.

—¿Es aquí donde se gestan las mentes brillantes del mañana?

Sophie levantó la vista con una media sonrisa, como si ya conociera bien ese tipo de entrada. Alexander se acercó y le plantó un beso en la frente mientras la abrazaba con entusiasmo paternal.

—¡Papá, me despeinas!

—Hola, cielo. Yo también te extrañé —respondió con fingida ofensa. Luego miró a Isabelle y le sonrió—. ¿Qué tal el primer día, Isabelle?

Ella le devolvió una sonrisa de anuncio de pasta dental.

—Maravilloso. Volvimos de la escuela, almorzamos, hicimos la tarea, vimos una película y luego jugamos a palabras encadenadas —respondió con entusiasmo.

—Wow, un día productivo —comentó Alexander—. ¿Y ahora qué hacen?

—Preparo mi mochila para mañana —suspiró Sophie con teatralidad—. Apostamos que, si yo perdía en palabras encadenadas, tenía que dejar lista la mochila.

—Eso ahorra muchísimo tiempo en las mañanas —acotó Isabelle, orgullosa.

—¿Y qué pasaba si Isabelle perdía? —indagó Alexander con cierto temor.

—Se tenía que ir y no volver jamás —respondió Sophie con serenidad.

Alexander miró a Isabelle buscando confirmación y ella asintió como si fuera la cláusula más razonable del mundo.

—Qué bueno que no pasó, ¿verdad? —dijo Alexander con una sonrisa.

Sophie solo bufó, como si esa fuera una forma de comunicación civilizada.

—Cielo, termina con esa mochila mientras hablo con Isabelle. Luego baja, haré tu comida favorita.

Los ojos de Sophie se iluminaron como luces de árbol de Navidad.

—¿Pastel de carne con puré de papas?

Alexander asintió.

—Termino en cinco —prometió, ya motivada.

Alexander miró a Isabelle e hizo un gesto para que lo siguiera. Ella se puso de pie y dijo:

—Solo me faltan dos lápices. ¿Puedes terminarlos tú, Sophie?

—De acuerdo.

—Bien. Imagino que ya es hora de irme. Te veo mañana. ¡Descansa!

—Que descanses —respondió Sophie, con el mismo entusiasmo con el que uno responde a una encuesta telefónica.

Alexander frunció los labios. Su hija se resistía a ser una fuente de afecto.

Finalmente bajó con Isabelle a la cocina. Y mientras él comenzaba a guardar las compras, dijo:




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