La niñera de Sophie

~8~

El miércoles amaneció sin lluvia, sin truenos, sin tormentas bíblicas ni ráfagas que volaran paraguas y esperanzas. Un verdadero milagro londinense. Isabelle se levantó con una energía que ni los videos de yoga con música de ballenas podrían replicar. Era su segundo día en casa de los Blake y el cielo no conspiraba contra sus planes al aire libre. Tenía todo listo: juego, merienda y una actitud positiva digna de camiseta motivacional.

Llegó puntual a la casa, con el cabello recogido en una coleta alta, un abrigo liviano y una sonrisa. Aunque ya había tomado su té (con leche, como toda británica decente), no se resistió a las tostadas con mantequilla que Alexander le ofreció. Y mucho menos al café. Ese elixir bendito que transforma a los humanos de zombis a ciudadanos responsables.

—Gracias. No quiero sonar aduladora, pero te estás posicionando alto en mi top de mejores jefes —dijo, con una risita traviesa.

—Solo espero que Sophie te trate igual de bien —replicó él, con una sonrisa que claramente quería decir “suerte con eso”.

Tras ese delicioso desayuno, Isabelle se encargó del peinado oficial del día. Optó por dos trenzas laterales, estilo “granja chic”: lo suficientemente lindas para una foto, pero tan resistentes como para sobrevivir al caos de un recreo. Luego partieron rumbo a la escuela discutiendo asuntos de suma importancia, como qué superhéroe tenía el mejor peinado. Sophie votó por Spider-Man, lo cual desconcertó un poco a Isabelle, pero lo dejó pasar. Misterios de la infancia.

Hasta ahí, todo fue perfecto.

El problema comenzó más tarde.

Cerca de las dos, mientras calentaba el pastel de carne que Alexander había dejado listo (bendito hombre), su teléfono comenzó a sonar como si estuviera en llamas.

Elliot.

Isabelle puso los ojos en blanco y bloqueó la pantalla con la velocidad de una ninja del desapego. Elliot estaba en plena campaña de reconquista, esa etapa en la que los hombres comienzan a recordar que tienes nombre, talentos y un corazón. Pero él no tenía idea que ella ya había ejecutado su jugada maestra: renunciar, pedir una carta de recomendación y desaparecer con la elegancia de una espía rusa.

Todos pensaban que necesitaba tiempo para pensar.

Y sí. Para pensar en qué ciudad comenzar una nueva vida, lejos de un infiel con ínfulas de poeta y una amiga con poca vergüenza y menos ropa encima.

Nadie sabía que Isabelle había tomado la ruta directa a Londres el viernes pasado, con dos maletas y un bolso cruzado. Elliot, claro, no se daba por vencido. Durante una semana había ido a verla a la salida de la escuela y, probablemente, desde el lunes rondaba la puerta de su antiguo trabajo como un Romeo desesperado versión siglo XXI, esperando repetir la rutina.

Sin embargo, Isabelle ya estaba ocupada intentando encajar en un empleo nuevo, con una niña con carácter de estratega de guerra y un jefe que no entendía ninguna canción moderna, pero ofrecía comida digna de adoración.

—¿Quién te llama tanto? —preguntó Sophie, mientras Isabelle le ponía el plato en frente.

—Son esas encuestas telefónicas —respondió con una sonrisa ligera.

Sophie entrecerró los ojos con la desconfianza de una inspectora de Scotland Yard. Seguramente había alcanzado a ver que en la pantalla aparecía la foto de un hombre.

—Segundo día aquí y ya estoy convencida de que tu padre es un chef encubierto —dijo Isabelle, cambiando de tema con tanta elegancia que hasta un mago se habría sentido celoso.

—Le gusta cocinar, aunque a veces parece muy cansado.

—Es normal. Trabajar agota, y volver a casa a hacer cosas, más aún.

—¿Tú cocinas?

—Sí, claro. Anoche cené un delicioso... sándwich de queso tostado con pepinillos.

—¿Vives sola?

—Sí. Vivo sola.

Sophie la escaneó con la mirada como si tuviera rayos X en los ojos y quisiera detectar mentiras ocultas entre los poros. Pero tras unos segundos de intensa inspección silenciosa, volvió a centrarse en su pastel, como si el bocado siguiente fuera más interesante que cualquier drama adulto.

El resto del almuerzo transcurrió en una paz algo tensa, de esas que uno no quiere romper por miedo a invocar un conflicto. Isabelle hubiese preferido llenar el aire con una conversación amena o al menos un comentario casual sobre el clima, pero decidió que, por ahora, era mejor no forzar nada. Había que avanzar con cautela.

Al terminar, se puso en pie para lavar los platos, ignorando las insistencias de Alexander al asegurar que no era necesario. En pocos minutos, la cocina brillaba con tanto entusiasmo que cualquier anuncio de detergente la habría contratado como imagen de campaña.

Secándose las manos con una toalla de cocina, se giró hacia Sophie con su mejor tono de institutriz responsable y dijo:

—Hora de hacer la tarea, señorita Blake.

—Voy a buscar mis cosas —anunció Sophie, subiendo las escaleras con la lentitud de alguien que claramente no está emocionada por más sumas llevadas.

Cinco minutos.

Diez.




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