La niñera de Sophie

~9~

Bajar por una pared empedrada parecía una idea brillante en teoría. En la práctica, Isabelle estaba bajando tan lentamente que hasta un caracol la habría superado y le habría lanzado una mirada de superioridad al pasar.

—¡Perfecto, Izzy! —mascullaba entre dientes mientras tanteaba el siguiente saliente de piedra—. Plan maestro: baja por una pared como un gato... pero sin la agilidad, ni las garras, ni la dignidad.

Cada piedra era un pequeño desafío, y cada avance de cinco centímetros iba acompañado de un catálogo bastante creativo de maldiciones. Algunas en inglés, otras en francés (porque los insultos suenan más elegantes en francés), y otras en un dialecto propio que solo surgía en momentos de gran desesperación.

Finalmente, tras lo que pareció una odisea épica digna de una balada, llegó al suelo. Bueno, más o menos. Su aterrizaje estuvo más cerca de una caída controlada que de una llegada heroica. Aterrizó sobre sus rodillas, se resbaló un poco hacia un costado y terminó sentada en el césped, con un raspón rojizo adornando su brazo como trofeo de guerra.

—Excelente —murmuró, sacudiéndose la hierba de la ropa mientras se ponía en pie con un gemido que habría hecho llorar de orgullo a cualquier silla vieja.

Alzó la vista hacia la ventana abierta en lo alto de la casa. Sonrió con suficiencia. Podría haberse roto un hueso, podría haber quedado atrapada colgando como un murciélago torpe, pero no. Un raspón era un precio razonable para una fuga tan gloriosa. Deberían darle una medalla. O al menos una taza de té.

Atravesó el jardín trasero como toda una fugitiva experimentada y entró a la casa. Primero, pasó por la cocina. El teléfono estaba sobre la mesa, esperándola como un viejo amigo olvidado. Isabelle se abalanzó sobre él y lo abrazó contra su pecho. ¡Nunca más lo dejaría atrás! Especialmente si existía la mínima posibilidad de ser secuestrada nuevamente por una niña de siete años con talento para la ingeniería de trampas.

Ahora, la operación “Justicia Poética” podía comenzar.

Subió las escaleras de puntillas, más silenciosa que un ninja en una convención de bibliotecarios. Si Sophie quería jugar a los secuestros, ella podía jugar a los sustos. Era lo mínimo que se merecía después del encierro y la humillación.

Afortunadamente, las escaleras fueron sus cómplices y no soltaron ni un crujido. Claro, tratándose de una casa diseñada por Alexander Blake, arquitecto estrella, perfeccionista nato y probable enemigo de cualquier imperfección acústica, (o al menos eso suponía Isabelle después de dos días de trabajar para él) no era de extrañar que los detalles estuvieran tan cuidados que hasta una estampida de elefantes podría haber subido sin levantar sospechas.

Deslizándose como una sombra bien entrenada, Isabelle alcanzó la puerta de Sophie, que estaba entreabierta. Espió con sumo cuidado: allí se encontraba la pequeña traidora, recostada en la cama, absorta en su tableta, moviendo los dedos con la precisión de un cirujano a punto de salvar una vida... o ganar un juego muy importante.

Isabelle sonrió maliciosamente, respiró hondo y, de pronto, irrumpió con un grito dramático:

—¡Boo!

Sophie soltó un alarido digno de una película de terror, lanzó la tableta al aire (afortunadamente, cayó en el colchón) y se incorporó como un resorte.

—¡Me asustaste! —le reprochó, con los ojos como platos.

—¡Me encerraste! —le respondió Isabelle, cruzándose de brazos con una risa burlona que no se molestó en disimular.

Sophie, con el ceño fruncido y claramente confundida, bajó de un salto de la cama y corrió hacia el cuarto donde minutos antes la había atrapado como a un ratón. Agarró el picaporte, tironeó... y confirmó que, sí, seguía cerrado.

Se giró hacia Isabelle, que la seguía tranquilamente, y preguntó, entre incrédula y maravillada:

—¿Cómo escapaste?

—Por la ventana —contestó, encogiéndose de hombros como si fuese la cosa más normal del mundo.

Sophie abrió la boca tan grande que parecía que planeaba atrapar moscas. Sin perder tiempo, salió disparada escaleras abajo y atravesó el jardín trasero.

Desde el césped, miró hacia arriba. La ventana abierta la saludaba como una evidencia irrefutable.

—¿Es en serio? —preguntó, todavía sin creerlo.

Isabelle, que había corrido tras ella y respiraba un poco agitada (porque, vamos, no estaba para maratones improvisadas) asintió con un gesto triunfal.

—Sí. Salté al peligro como una heroína de película barata —dijo, aunque omitió el detalle del raspón sangrante y el aterrizaje digno de un pato mareado.

Sophie la miró boquiabierta por unos segundos y finalmente exclamó, con un toque de admiración en la voz:

—¡Estás loca!

—Lo tomaré como un cumplido. —Isabelle sonrió ampliamente, antes de ponerse seria—. Ahora, jovencita, vas a buscar tus cosas para hacer la tarea. Y, para que veas que no soy tu enemiga, no le voy a decir a tu padre que intentaste secuestrarme en tu propia casa. Pero a cambio... —se inclinó para quedar a su altura—... ni un truco más, ¿entendido?

Sophie suspiró con toda la resignación de quien sabe que ha sido vencida de manera gloriosa.




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