La niñera de Sophie

~11~

Al terminar la tarea, llegó el esperado momento recreativo. O al menos, esperado por Isabelle, que parecía más emocionada que un niño en vísperas de Navidad.

—¿Y eso qué se supone que es? —preguntó Sophie con los brazos cruzados, mientras Isabelle desplegaba una hoja.

—Una misión secreta —anunció en tono conspirativo—. El hada Florabella ha perdido sus objetos mágicos. Y hay que ayudarle a encontrarlos.

—No quiero jugar. No soy una bebé —protestó desde el porche.

Isabelle le sonrió con esa paciencia serena que solo otorgan los años de experiencia con niños. Sabía reconocer la terquedad infantil: una mezcla potente de orgullo, drama y una pizca de “hazme cambiar de opinión sin que se note”.

En ese momento apareció Alexander. Ya no llevaba la camisa de arquitecto que gritaba “hombre con muchas responsabilidades”, sino una camiseta deportiva y pantalones cómodos, estilo "voy a correr aunque probablemente no lo haga". Isabelle elevó una ceja. Alexander era atractivo, claro, pero tenía ese efecto adicional de parecer aún más guapo cuando se deshacía de las formalidades.

Pero bueno, eso era totalmente irrelevante. Así que se obligó a mirar el césped. O la hoja. O lo que fuera que no fuera Alexander.

—¡Estoy listo para participar! —anunció él.

—Me temo que Sophie se ha declarado en huelga —dijo Isabelle con fingido dramatismo—. Solo seremos tú y yo, Alexander.

Sophie resopló.

—¿Objetos mágicos? Es ridículo.

—Me encantan los juegos ridículos —respondió Alexander, con una sonrisa cómplice.

Isabelle casi aplaude de la emoción.

—¿Aceptas el reto de Florabella? Iba a leer pistas para que el ganador fuera quien encuentre más objetos mágicos, pero si Sophie no participa, serás tú contra… bueno, la magia.

—Acepto —dijo Alexander con aire heroico, y se volvió hacia Sophie—. Aunque claro, es una pena. Nadie quiere retarme… entiendo, soy difícil de vencer.

Sophie lo miró de reojo, claramente tentada.

—¿Tú vas a jugar?

—Claro. Y planeo encontrar todos los objetos mágicos.

—Bueno, entonces supongo que tendré que empezar a leer las pistas —dijo Isabelle, con teatralidad—. Primera pista: “No soy sombrero, pero cubro la cabeza. Me ves en la lluvia, aunque no soy una represa.”

—¡Ja! —gritó Sophie, saltando como un resorte—. ¡El paraguas está junto a la puerta!

—¡Demasiado tarde! —exclamó Alexander, corriendo como si se le fuera la vida en ello—. ¡Ya lo tengo!

Así comenzó la épica cacería. Sophie, que aún dudaba si el juego merecía su atención, no tardó en ser absorbida por la competición. Y cuando perdió el primer objeto, se activó algo en ella.

—¡Segunda pista! —anunció Isabelle, ya en su papel de presentadora oficial—. “Me usas con letras, a veces con tinta. Me aprietas un poco y dejo mi huella distinta.”

—¡El sello de mi escritorio! —gritó Sophie, y salió disparada.

—¿Y un bolígrafo? —gritó Alexander, corriendo en dirección opuesta.

Minutos después, Sophie volvió triunfante, con el sello morado en alto.

—¡Empatamos! —dijo con una sonrisa que iluminó el jardín.

Y así, entre pistas poéticas y carreras improvisadas, Sophie fue revelando su espíritu competitivo. Encontró la cuchara de madera (“remuevo sopas y postres”) y el guante de jardinería (“soy mano sin dedos”) entre otros objetos que la habían posicionado por encima de Alexander cinco a dos.

—Pista número ocho y la última —dijo Isabelle—. “No tengo voz, pero soy pura expresión. En otoño me verás en mi mejor versión.”

Ambos se miraron. Confundidos. Escanearon el jardín con los ojos bien abiertos y entonces Alexander exclamó:

—¡Dalias!

—¡Mía! —gritó Sophie inmediatamente.

—¡Ya veremos! —gritó Alexander.

Isabelle los vio alejarse con el corazón más blandito que un malvavisco al sol. Casi se empujaron por llegar primero. Pero Alexander, en un movimiento digno de un caballero disfrazado de atleta, se frenó medio segundo para dejarla ganar.

—¡La tengo! —gritó Sophie, agitando una dalia.

—Bien jugado, cielo —dijo Alexander, inclinándose hacia ella con una sonrisa traviesa—. La próxima vez usaré mis poderes ninja.

Sophie rio, completamente entregada al juego.

—¡Gané! ¡¡Gané!! —celebró con un bailecito.

—Sí, sí —resopló Alexander—. Felicitaciones, campeona.

Sophie sonrió de oreja a oreja y anunció:

—¡Hora de merendar! —luego salió disparada hacia la cocina.

Alexander suspiró, parecía cansado como si hubiese corrido una maratón.

—La dejaste ganar —dijo Isabelle, en un susurro.

Él se encogió de hombros con una sonrisa ladeada.




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