Isabelle ya estaba estratégicamente instalada en el sillón, como una general que ha conquistado territorio clave, rodeada de sus armas principales: dos generosos recipientes de palomitas, uno con el dulzor del cielo y otro con sal. Cuando Alexander regresó del piso de arriba con Sophie de la mano, Isabelle apenas pudo contener una exclamación.
—¡Ese pijama es fantástico! —exclamó Isabelle, embelesada—. ¡Parece el abrazo de una nube en versión textil!
Sophie vestía un pijama de peluche que parecía haber sido hecho por ositos artesanos en una fábrica de ternura. Y las pantuflas que llevaba eran capaces de curar el estrés con solo mirarlas.
—Me lo regaló mi abuela la Navidad pasada —explicó Sophie.
Se descalzó con total desparpajo y se subió al sillón con la seguridad de quien conoce sus derechos. Isabelle le ofreció el bol de palomitas dulces, y Sophie sumergió la mano con entusiasmo.
Alexander se dejó caer a su lado, colocándola en el centro cual mediadora diplomática entre dos potencias culinarias. Luego depositó el bol de palomitas saladas sobre su regazo.
—Bien —declaró, alzando las cejas con teatralidad—. Es momento de intercambiar municiones.
—Estoy lista —afirmó Isabelle, estirando la mano.
—Con cuidado —advirtió Alexander, fingiendo gravedad—. No todas las papilas gustativas están listas para la épica salada.
—Y tú prepárate para lo sublime —replicó Isabelle, pasándole su bol.
Ambos tomaron unas cuantas palomitas del otro, y se observaron fijamente mientras masticaban, como si esperaran que el otro se derrumbara dramáticamente o sufriera una epifanía culinaria. Sus ojos entrecerrados, los labios fruncidos, las cejas en juego… todo indicaba que estaban tomando el asunto con más seriedad de la necesaria.
Alexander fue el primero en romper el silencio.
—Voy a decir algo sin ánimo de adular… Son las mejores palomitas dulces que he probado. No empalagan. Hay equilibrio.
—Gracias —dijo Isabelle, sonriendo—. Pero debo decir que, aunque tus palomitas no están mal, me niego a aceptar la versión salada de algo que nació para ser dulce.
—¡Herejía! —replicó Alexander, llevándose una mano al pecho como si le hubiesen clavado una daga imaginaria—. ¿Acaso pondrías azúcar en una sopa?
—No, pero tampoco sal a un pastel.
—Touché.
Sophie, que había estado observando el duelo verbal, se aclaró la garganta con una autoridad inusual para sus siete años.
—Las palomitas de Isabelle son mejores que las del cine.
—¡Ahhh! —gritó Isabelle, alzando los brazos como si acabara de ganar un Oscar—. ¡Gracias, gracias! Este premio se lo dedico a mi abuelo, a las ollas de fondo grueso, y a todas las cucharas de madera del mundo.
Alexander la miró, fingiendo indignación.
—¿Y mis palomitas? ¡Siempre te han gustado mis palomitas, Sophie!
—¿Qué película vamos a ver? —preguntó Sophie, cambiando de tema con destreza y poca sutileza.
Alexander suspiró con resignación, hundiendo la mano en su bol con la expresión derrotada de quien sabe que su arte no será reconocido por las generaciones futuras.
—Así me pagan por años de excelencia salada…
—Podríamos ver algo divertido —sugirió Isabelle, conteniendo la risa—. ¿Qué tal Mi pobre angelito?
—¿Esa no es viejísima? —dijo Sophie, frunciendo el ceño—. Seguro que la imagen se ve borrosa.
Alexander e Isabelle se miraron con la expresión derrotada de dos personas que acaban de recibir su certificado oficial de vejez. Lentamente, y en perfecta sincronía, suspiraron y se dejaron caer hacia atrás en el sillón.
—Creo que acabamos de envejecer en tiempo real —murmuró Alexander.
—Y sin recibir el descuento del transporte público —agregó Isabelle.
—¿Qué tal Encanto? —propuso él, con la esperanza de redimirse.
—Ya la vimos como cinco veces —se quejó Sophie—. ¿Por qué no vemos Intensamente 2?
—¡Me apunto! —exclamó Isabelle—. No la he visto.
—Papá y yo tampoco —confirmó Sophie.
—Perfecto —dijo Alexander, tomando el control remoto.
La película comenzó y el sillón se convirtió en una isla de risas, palomitas y calidez. Isabelle estiró las piernas y suspiró, sintiéndose extrañamente en casa. Hacía tanto que no veía una película acompañada… Elliot siempre estaba ocupado, cansado o más interesado en los partidos de béisbol que en una noche de cama y películas.
Si lo pensaba bien, las señales estaban ahí desde hacía tiempo. Elliot no la amaba. Le ofrecía gestos bonitos, sí, pero más por hábito que por deseo real. Qué curioso que ese mismo hombre le hubiese pedido matrimonio.
Isabelle suspiró. Y antes de darse cuenta, las lágrimas rodaban por sus mejillas.
Claro. Intensamente era de esas películas infantiles diseñadas en realidad para arrancar las emociones de los adultos por la raíz. Pero no solo lloraba por eso. Lloraba por Elliot. Por Melanie. Por haber soportado tanto y por todo lo que no dijo. Había estado ocupada sobreviviendo, planeando su huida. Pero ahora… ahora dolía.