Isabelle se fue una hora más tarde de su horario laboral. Alexander ni siquiera lo notó hasta que cerró la puerta y miró el reloj.
La película había terminado y, contra todo pronóstico, Sophie no se había dormido. Seguía despierta, aunque con los ojos a medio cerrar y aferrada al bol de palomitas vacío. Alexander le ofreció a Isabelle quedarse a cenar unos clásicos sándwiches de pepino, pero ella se negó con una sonrisa, diciendo que ya había abusado bastante de la hospitalidad Blake por un día.
Así que Alexander había hecho sándwiches para dos, pero también unos cuantos más para el almuerzo del día siguiente. Sophie y él coincidieron en que lo único más fuerte que el hambre era la necesidad urgente de irse a la cama; por eso después de la cena exprés, la acompañó a su cuarto y la arropó bajo una montaña de mantas, como si vivieran en el Ártico y no en una casa con calefacción.
Luego se preparó una taza de té, su pequeño ritual nocturno de hombre adulto y civilizado (aunque usara la taza de unicornio que Sophie había empezado a considerar de bebé), y se dejó caer en su cama con un suspiro dramático.
Pero no pudo dormir.
Su insomnio tenía nombre y ojos tristes: Isabelle.
Ese llanto en medio de Intensamente 2 no era normal. Conmovedor, sí. Esa película sabía tocar fibras sensibles. Pero Isabelle no había soltado unas lágrimas discretas y delicadas, de esas que uno se limpia con la manga disimuladamente. No. Había llorado como quien lleva acumulando pena por un buen tiempo. Como quien ve en la tristeza animada una excusa socialmente aceptable para liberar un tsunami emocional.
Y eso no cuadraba con la Isabelle que él conocía. Claro, solo la conocía hacía tres días, pero había algo en ella que gritaba “tengo el control de mi vida”... salvo cuando lloraba en el sillón con una niña de siete años comiendo palomitas a su lado.
Alexander intentó racionalizar. Tal vez había recibido una noticia triste. Quizá extrañaba a alguien. Pero su madre estaba muerta. Sus abuelos también. No tenía pareja, al menos que él supiera, y vaya que había puesto atención cuando ella mencionaba algo remotamente personal. Así que no era una pérdida reciente.
“Quizá es solo una persona sensible”, se dijo, girando en la cama, preocupado. “O quizá está pasando por algo más complicado…”
Ahí empezó a darle vueltas al currículum. Ese bendito documento que había leído con detenimiento incluso después de concederle la semana de prueba, porque sí, Alexander Blake tenía un ligero toque obsesivo con las contrataciones. La mujer tenía experiencia. Buena formación. Excelentes referencias. Y sin embargo, se había mudado a Londres apenas días después de dejar su antiguo trabajo. ¿Y por qué dejarlo si era tan buena y valiosa en él? ¿Y por qué venir a Londres, ciudad conocida por su clima depresivo y sus alquileres criminales?
Solo había dos opciones. O era una mujer aventurera, el tipo que deja todo atrás para perseguir el viento, o estaba huyendo de algo. Y Alexander tenía la creciente sospecha de que era lo segundo.
“¿Y si se escapó de un novio controlador? ¿O de una suegra que quería robarle el alma? ¿Y si su gato se volvió maligno y tomó el control del vecindario?” Sí, era tarde, y su imaginación empezaba a salirse de control.
Lo que sí tenía claro era esto: algo la estaba afectando. Y por más que él fuera su jefe, y que técnicamente debiera mantener una distancia profesional, Alexander no había sido criado para mirar a otro lado cuando alguien necesitaba ayuda.
Los Blake eran muchos adjetivos, y “discretos” no era uno de ellos. Su madre solía decir que tenían el corazón en la manga, la lengua en el carril rápido y los brazos abiertos hasta para los desconocidos. Él había intentado moderar eso al convertirse en adulto responsable y jefe de familia, pero la esencia estaba ahí. Era un Blake, con todas las letras. Así que no podía fingir que no había visto esa mirada triste, ese hombro tembloroso, esa sonrisa que intentaba tapar un agujero gigante.
Tal vez Isabelle solo necesitaba un poco de tiempo, o tal vez necesitaba un hombro donde llorar. Y si ese hombro tenía que ser el suyo… bueno, tenía buenos huesos, musculatura decente y hasta olor a suavizante floral. Era un buen hombro.
Eso sí, no pensaba presionarla. Alexander sabía que las personas no sueltan sus penas como quien entrega un paquete de Amazon. Iba a observar, escuchar, estar ahí. Y cuando Isabelle estuviera lista para hablar, él estaría listo para escuchar. Con té, palomitas y, si hacía falta, una caja entera de pañuelos de papel.
En algún momento, entre todo aquel monólogo interno, Alexander se durmió y se despertó horas más tarde con el sonido estridente de su alarma. Se sentó en la cama como si tuviera ochenta años y no treinta y tantos, y se frotó los ojos con resignación.
La rutina estaba tan cronometrada que bien podía competir con el protocolo de Buckingham: ducha rápida estilo militar, cepillado de dientes con una mano mientras con la otra revisaba las noticias en el teléfono, y luego directo a la cocina.
Puso la cafetera en marcha, sacó el pan, la mantequilla y la mermelada, y mientras las tostadas crujían en la tostadora, llegó el momento más desafiante del día: despertar a Sophie.
—Sophie, arriba, cielo —canturreó, con ese tono dulce que solo los padres conocen.