Isabelle caminaba por las calles de Londres como si tuviera una misión. En realidad, no tenía ninguna. Solo necesitaba estirar las piernas y respirar un poco de aire menos saturado de drama. Su auto estaba a solo unas cuadras, no porque fuera perezosa ni mucho menos, sino porque Londres era grande, caótica y francamente capaz de tragarse a una mujer emocionalmente inestable en menos de cinco minutos.
Mientras caminaba, empezó a pensar. Y ese era siempre el problema, pensar. Porque una vez que su mente se ponía en movimiento, no había quien la detuviera. Como un tren sin frenos, pero con más opiniones.
Había huido de Shrewsbury como si fuese una escena dramática de una telenovela, creyendo que era la mejor opción. Lo más saludable para su psiquis. Pero ahora se estaba dando cuenta de algo terrible: en algún momento tendría que volver.
No porque quisiera ver a Elliot o a su exsuegra que, al parecer, pensaba que ser hombre era una excusa válida para andar poniéndole los cuernos a su futura esposa con su mejor amiga. No. Isabelle tenía otras razones más terrenales y menos románticas para regresar: su ropa, su abrigo favorito, su colección de jeans y (sobre todo) sus ollas.
Unas ollas espectaculares. No las básicas que venden en los supermercados, no señor. Ollas de chef, de esas que uno compra porque piensa que va a empezar una nueva vida cocinando platos sofisticados.
Spoiler: Isabelle cocinaba bien, pero hasta el momento seguía sin ampliar su conocimiento en recetas dignas de restaurante cinco estrellas.
Pero eso no les quitaba el valor sentimental. Ni el precio. Porque todavía las estaba pagando. A plazos. ¡A plazos!
—Malditas ollas de acero quirúrgico con triple fondo —murmuró mientras pasaba frente a una tienda de novias.
Y entonces lo vio.
El vestido.
Ese. El suyo. No literalmente el suyo, claro, pero el mismo modelo, la misma caída de ensueño, el mismo escote que su exsuegra había dicho que era "atrevido, pero no vulgar". Se quedó paralizada. ¿Qué iba a hacer con ese vestido si volvía a buscar sus cosas? ¿Meterlo en una bolsa y hacer como que no era el vestido de su boda cancelada por infidelidad escandalosa? ¿Donarlo? ¿Quemarlo en una especie de ritual?
Suspiró fuerte. Demasiado fuerte. Una mujer que pasaba con un carrito de bebé la miró como si estuviera considerando llamar a alguien.
"Tranquila", pensó Isabelle, "no estoy loca. Solo fui traicionada por un hombre que usaba calcetines con sandalias en casa. Eso debería darme derecho a al menos una exhalación dramática."
Su teléfono vibró en el bolso. Otra vez. Lo miró con más odio que afecto, como si el pobre aparato tuviera la culpa de sus desgracias.
Elliot.
Por Dios, ese hombre tenía más insistencia que un vendedor de seguros. ¿Qué parte de "te estoy ignorando" no estaba entendiendo?
Y para colmo, hacía un rato le había escrito su exsuegra con un mensaje digno de un libro de autoayuda de los años cincuenta: "Elliot está sufriendo. Debes perdonarlo. Olvidar, sanar. No fue para tanto"
Isabelle se había reído. Pero no con gracia. Se rio con esa clase de risa que se usa justo antes de prender fuego a algo. O alguien.
—¿Y eso qué significa? —murmuró con sarcasmo—. ¿Que nació con una incapacidad congénita para cerrar la bragueta? ¡Por favor!
Otra vez su teléfono sonó.
¡Si era Elliot, su exsuegra o Melanie (que hasta el momento parecía ser la única sensata que no estaba intentando excusar lo inexcusable) lanzaría el teléfono por la alcantarilla!
Alexander: Por favor ven al estudio. Quiero hablarte de algo.
Isabelle parpadeó. Bueno, eso era mucho más interesante que seguir debatiéndose entre si vender el vestido de novia o convertirlo en trapo para secar platos. Le respondió con rapidez.
Isabelle: Estaré allí en diez minutos más tardar. No estoy lejos. Creo.
Se dio la vuelta para ir a buscar el auto.
Elliot volvió a llamar.
Otra vez.
—No tienes vergüenza —murmuró mientras apretaba los dientes.
Le hubiese encantado apagar el teléfono, pero entonces Alexander no podría contactarla. Ni la escuela de Sophie, en donde había quedado registrada como segundo contacto de emergencia.
Debía bloquear a Elliot, aunque pensándolo mejor… si bloqueaba a Elliot de todo lo bloqueable, él podría seguir llamándola desde otros números. Como si fuera una secta con múltiples líneas de ataque.
Mientras se subía al auto, pensó en todo lo que tenía que hacer: primero y principal, conseguir ropa, antes de que Alexander sintiera aún más lástima por ella. Segundo, decidir el destino final del vestido maldito y encontrar una manera de recuperar sus ollas. Y tercero, cambiar su número o convencer a Elliot de que debía dejarla en paz.
Todo eso en un solo fin de semana.
Pero por ahora, lo único que podía hacer era manejar hasta el estudio de Alexander y fingir que no estaba al borde de una crisis nerviosa.