La niñera del hijo del millonario

Episodio 12

DEMIÁN

Sofía me ha destrozado los nervios. Primero me exigió una compensación moral en una suma considerable y, al darse cuenta de que no obtendría ni un céntimo, no perdió la oportunidad de volver a mí. Quiso colgarse de mi cuello, luego intentó seducirme. Me prometió que amaría a mi hijo y que sería una madre ejemplar. Pero no le creo ni una palabra. Al fin y al cabo, a su propia hija, que ahora tiene once años, Sofía la dejó con sus padres.

Vaya suerte la mía con estas “madres de pega”. Sofía no es distinta de mi esposa, que abandonó a nuestro hijo cuando tenía apenas nueve meses.

No confío en esa mujer y, dejando todo claro entre nosotros, me fui.

Me encantaría desahogarme en algún club y olvidarme de todo, pero ahora debo volver a casa. En una hora la nueva niñera se irá y me tocará quedarme con mi hijo.

Nervioso, regreso a casa. Al entrar, me sorprende escuchar música desde la sala de juegos. Y en el salón, sentado en el sofá, está mi jefe.

—Max, ¿qué está pasando aquí? —pregunto con fastidio.

Mi subordinado solo encoge los hombros y, con toda seriedad, responde:

—Tenemos discoteca.

—¿Cómo dices? —pregunto, atónito.

—Tal cual. Artem quiso una discoteca...

—¿Y tú se lo permitiste? ¿Y la niñera? —no puedo creer que en mi casa esté pasando semejante disparate.

—Kira apoyó al niño —explica Max con calma.

Pongo los ojos en blanco, resoplo y, enfadado, me dirijo a la sala de juegos. Abro la puerta y me quedo de piedra: mi hijo y la niñera están bailando. Están tan metidos en la música que ni me notan. Mi mirada se queda fija en las piernas esbeltas de mi nueva niñera. Se mueve bastante bien, divierte al niño, le enseña pasos… pero no pienso quedarme de brazos cruzados mirando. Me acerco al altavoz portátil y lo apago.

Tanto mi hijo como la niñera me miran; yo, con los brazos cruzados, los observo severamente.

—¿Van a explicarme qué está pasando aquí? —pregunto con frialdad.

—Tenemos discoteca —responde Artem con toda seguridad.

—Se suponía que debían aprender a contar hasta diez en inglés —les recuerdo con tono severo.

—Y lo aprendimos —responde con descaro mi hijo y empieza a contar.

Me quedo sorprendido: solo se saltó el nueve. Kira se lo sopla. Entrecierro los ojos, la observo un momento y, mirando luego el reloj, anuncio:

—Kira, en veinticinco minutos termina su jornada laboral, así que le pido que pase por mi despacho. Tengo unas preguntas para usted.

Ella solo me mira con tensión, y yo, dándome la vuelta, abandono la sala.

Camino hacia el despacho mientras por dentro hiervo. ¡Vaya niñera! ¡Se pone a organizar bailes! Al niño hay que estimularlo intelectualmente, no llenarle la cabeza de tonterías. Entro y dejo la puerta entornada. Me acerco despacio a la ventana; ya empieza a anochecer. Meto las manos en los bolsillos y espero con paciencia.

Al cabo de unos minutos escucho pasos que se acercan. Sin volverme, digo:

—Cierre la puerta, por favor.

Cuando lo hace, me giro hacia ella.

—Kira, ¿qué fue eso de hace un momento? —pregunto con molestia.

—Diversión —se encoge de hombros. —Aprendimos a contar hasta diez y luego nos entretuvimos. ¿O acaso está mal?

Exhalo con fuerza y me siento en el alféizar de la ventana. Tengo una pregunta curiosa para ella:

—¿Quién le ayudó a enseñarle los números en inglés? Usted misma dijo que no dominaba el idioma.

—Chat GPT.

Su respuesta me deja helado. He oído algo parecido, pero jamás me interesé por ello.

—¿Quién? —pregunto, confundido.

—Un sistema neuronal. Inteligencia artificial —me explica, algo nerviosa, y añade con desesperación: —No sé cómo más explicarlo.

—Lo que me faltaba —murmuro con desagrado. —No quiero que un bot eduque a mi hijo.

Ella suelta una risa breve y sonríe.

—Señor Demián Tarásovich, no me creo que nunca haya usado inteligencia artificial...

—Jamás —respondo con un gesto de desprecio. —Tengo mi propia cabeza sobre los hombros y no necesito máquinas para pensar.

—Entiendo... —responde Kira con resignación. —Pero, señor Demián Tarásovich, debería darle una oportunidad. Es una herramienta increíble. —Se encoge de hombros y, con osadía, añade: —Ya ve, su hijo aprendió a contar correctamente.

La observo con severidad y, levantándome del alféizar, me acerco a ella.

—Quiero que ese “IA”, Kira Volodímirovna, no lo vuelva a usar con mi hijo.

Ella suspira con fuerza y me mira con reproche. Pero lo que dice a continuación me deja desconcertado:

—¿Nunca le han dicho que es anticuado? Parece joven, pero da la impresión de que se crió en los años cincuenta.

Acorto la distancia entre nosotros y la miro con demasiada franqueza.

—¿Y a usted no le han dicho que se toma demasiadas libertades?

—Es usted el primero —responde con descaro—. Y espero que el último. He usado inteligencia artificial y voy a seguir usándola. Y si no le gusta... ¡pues adiós!

Respiro hondo y la sigo con la mirada cuando, dándose la vuelta, abandona el despacho. Aprieto la mandíbula, enfadado. No puedo permitir que se marche. Ahora mismo no puedo quedarme sin niñera.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.