La noche caía temprano ese día, como si el cielo supiera que Leo Nakamura estaba a punto de enfrentar algo que llevaba años evitando.
El Instituto Ejemplar ya estaba casi vacío cuando Leo cruzó el portón. Caminaba recto, con la mochila colgada y la mirada firme, como siempre. Él no necesitaba hablar para hacerse notar; su presencia bastaba.
—Llegaste tarde hoy —dijo Kai, apoyado en la pared.
—Tuve cosas que hacer —respondió Leo, sin detenerse.
Nadie insistió. Todos sabían que “cosas que hacer” era la forma en la que Leo evitaba hablar de su pasado.
Sonic lo observó mientras se reunían en el patio trasero.
Había algo distinto en él esa tarde. Sus movimientos eran más tensos, más calculados… como si esperara un golpe en cualquier momento.
Yuto, siempre atento, lo notó también.
—¿Todo bien, Leo? —preguntó.
Leo levantó la mirada, sus ojos serios como siempre.
—Sí. Solo… no he dormido mucho.
Pero la verdad era otra: la noche anterior, Leo volvió a soñar con aquella escena.
Con ese grito.
Con ese nombre que no se había atrevido a pronunciar desde entonces.
Haru, el mayor del grupo, tomó la palabra:
—Hoy tenemos entrenamiento. Nada complicado. Pero necesito que estén concentrados.
Leo asintió. Ser disciplinado era lo único que nunca había perdido.
Mientras corrían por la cancha, él se adelantó fácilmente. Su cuerpo estaba en forma, sus reflejos finos, sus golpes precisos… pero ese día, incluso la perfección parecía tener grietas.
Kai lo alcanzó en la pista.
—Oye, Leo —dijo.
—¿Qué?
—Hoy estás raro. No me mientas.
Leo apretó los dientes.
No podía permitir que nadie viera lo que llevaba dentro.
—Estoy bien —repitió.
Pero en ese instante, un recuerdo golpeó su mente:
una mano extendida,
una voz que le decía “¡Corre, Leo!”,
y después…
silencio.
Un silencio que marcó su vida para siempre.
El mundo real volvió cuando escuchó a Haru gritando:
—¡Leo, cuidado!
Un balón pasó rozando su cabeza. Leo reaccionó tarde, algo que nunca le pasaba.
El grupo se quedó mirándolo.
Algo en Leo había despertado.
Algo que ni siquiera él podía controlar.
El viento frío atravesó el patio mientras Leo cerraba los ojos y murmuraba:
—No dejaré que vuelva a pasar…
Y así comenzaba su verdadera historia.