La noche de la muerte

El día que lo cambio todo

El sonido de la lluvia golpeando el techo del auto era lo único que Leo recordaba con claridad.
Tenía apenas ocho años, y su abuelo —el hombre que le enseñó a ser fuerte sin ser cruel— conducía mientras tarareaba una canción antigua.

—Leo, ¿sabes por qué los guerreros nunca retroceden? —preguntó el abuelo, mirando la carretera mojada.

—Porque tienen miedo… pero avanzan igual —respondió el niño, orgulloso de saberse la frase.

El abuelo rió suavemente.

—Exacto. Algún día entenderás lo importante que es eso.

Leo miró por la ventana. La noche era espesa, casi negra.
Demasiado tranquila.

Demasiado silenciosa.

De repente, un destello blanco atravesó la carretera.
El sonido de un claxon.
Un rugido de motor.
Un golpe que partió el mundo en dos.

—¡Leo, agáchate! —gritó su abuelo.

El auto giró, la lluvia entró por los vidrios rotos, y todo se volvió confusión.
Luego… oscuridad.

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Leo abrió los ojos jadeando.

Estaba en su cama, en su habitación del Instituto.
Sudaba frío.
El corazón le latía tan fuerte que parecía querer escapar de su pecho.

Se sentó, respirando hondo.

—Otra vez… —murmuró, llevándose una mano al rostro.

Miró la hora en su celular: 3:17 a.m.

Todo estaba en silencio… excepto un detalle.
Un ruido suave, casi imperceptible, provenía del pasillo.

Leo se levantó despacio, todavía temblando por el recuerdo del accidente. Abrió la puerta y vio una figura sentada en las escaleras.

Era Haru.

—¿De nuevo soñando con eso? —preguntó el mayor, sin mirarlo directamente.

Leo no respondió. No hacía falta.

Haru suspiró.

—Sabes… no tienes que cargar solo con todo, Leo.

Leo apretó los puños.
El peso del recuerdo aún ardía en su pecho.

—Si no lo hago yo… nadie más puede —respondió.

Haru lo observó con una tristeza que pocas veces mostraba.

—No es tu culpa, Leo.

Pero Leo no podía creerlo.
No cuando cada noche veía la misma escena una y otra vez.
No cuando el grito de su abuelo aún resonaba en su memoria.

Un trueno iluminó el pasillo.
Leo tragó saliva.

—Sólo… necesito un poco de aire —dijo, bajando las escaleras.

Haru lo dejó ir. Sabía que forzarlo no servía.

Leo salió al patio. El viento nocturno golpeó su rostro, pero no calmó su mente.

—Algún día… —susurró—. Algún día seré lo suficientemente fuerte para que nada vuelva a pasar.

Y aunque no lo sabía, esa noche sería el primer paso hacia un destino mucho más oscuro.




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