La criatura cayó sin vida, pero el eco de su rugido seguía vibrando en las paredes oxidadas de la fábrica.
Nadie dijo una palabra.
Nadie podía.
Leo respiraba rápido, intentando entender lo que acababa de pasar. Su mano aún tenía un leve brillo azul que se desvanecía como humo.
Hiro dio un paso hacia él, mirándolo con una mezcla de sorpresa y alerta.
—Eso… no fue humano —murmuró.
Leo quiso responder, pero una presión helada recorrió su nuca.
La sintió.
Como si alguien estuviera de pie justo detrás de él.
El ambiente entero bajó de temperatura.
Las luces parpadearon.
Y entonces, una voz casi inaudible susurró en su oído:
—Te encontré, Leo Nakamura…
Leo giró tan rápido que casi se cae. No había nadie. Solo sombras y polvo flotando en el aire. Pero ese susurro… era inconfundible. Lo había escuchado aquel día, entre el humo y los escombros.
La Muerte.
—¿Qué pasa? —preguntó Hiro, viendo cómo Leo retrocedía.
—Ella… está aquí —respondió Leo con la voz quebrada.
El equipo formó un círculo, apuntando a cada rincón oscuro. De pronto, las sombras empezaron a moverse, como si tuvieran vida propia. Se estiraban, se contorsionaban, subían por las paredes.
Una risa suave recorrió la fábrica.
No una risa humana.
Una risa que helaba los huesos.
—No vine por ustedes… —dijo la voz en todas partes—. Solo quiero a uno.
El piso tembló levemente.
Leo sintió su pecho arder otra vez. La energía azul despertó dentro de él como una llama.
—No voy a huir —susurró para sí mismo.
La sombra más grande, en el fondo del salón, abrió un par de ojos blancos que brillaban como lunas apagadas.
—Ven, Leo Nakamura —dijo la Muerte—. Quiero ver si sigues vivo… como ese día.
Hiro levantó el arma.
—Atrás, todos. Ella no es algo que podamos vencer peleando como siempre.
Pero Leo dio un paso adelante.
—¿Qué quieres de mí?
La Muerte sonrió. No se veía, pero él lo sintió.
Una sonrisa fría.
Cruel.
—Quiero terminar lo que dejé incompleto en el tren…
La luz cayó por un segundo y la fábrica se sumió en una oscuridad absoluta.
Y entonces empezó el verdadero terror.