El entrenamiento había terminado, pero Leo seguía en la azotea del instituto, sentado en el filo, mirando la ciudad iluminada. El viento frío golpeaba su rostro, intentando despejar los pensamientos que lo perseguían desde la aparición de la Muerte.
—Tienes cara de que vas a pelear con el viento —dijo una voz suave detrás de él.
Leo giró.
Era Aiko Miyazawa, una chica de su salón. Siempre tranquila, siempre callada, siempre con una mirada que parecía ver más de lo que decía.
—No debería estar aquí —murmuró Leo.
—Tú tampoco —respondió ella, sentándose a su lado sin pedir permiso.
Leo suspiró.
—Solo… necesitaba pensar.
Aiko lo miró de reojo.
—Te vi hoy —dijo—. Cuando estabas entrenando.
Noté que te dolía la mano izquierda.
Leo tensó la mandíbula. ¿Cómo lo había notado? Nadie más lo había visto.
—Estoy bien —respondió, algo brusco.
Aiko sonrió un poco.
—No te creo.
Leo tragó saliva. No estaba acostumbrado a que alguien le hablara tan directo. Aiko estiró la mano y tomó la suya, revisando el vendaje improvisado.
Leo se congeló.
—¿Qué haces?
—Calmate —susurró ella—. Solo estoy mirando…
Aunque, si te soy sincera, quería tocar tu mano desde hace días.
El corazón de Leo golpeó con fuerza, como si la energía azul quisiera despertarse otra vez.
—¿Por qué? —preguntó él en voz baja.
—Porque tú… —ella se detuvo, buscando palabras— eres el único que mira el mundo como si estuviera peleando contra algo que nadie más ve.
Leo bajó la mirada, sintiendo una presión extraña en el pecho.
—Porque sí lo estoy —respondió.
Aiko soltó su mano despacio, pero no se alejó.
—Sea lo que sea, no tienes que pelear solo.
Leo la miró. Y por primera vez en mucho tiempo… sintió calma.
El viento sopló fuerte. Aiko se levantó.
—Nos vemos mañana —dijo antes de irse—. Y cuida esa mano, Nakamura.
No quiero que la próxima vez me la escondas.
Mientras ella caminaba hacia la salida, Leo pensó:
…¿por qué mi corazón late así?