La noche cayó sin avisar. Las nubes se movían como si algo las empujara desde arriba, y Leo avanzaba por el sendero del bosque siguiendo el rastro de energía que había sentido desde la pelea con el Nigromante.
El aire se volvió frío. Demasiado frío.
Leo levantó la vista.
—…Esto no es normal.
Las sombras entre los árboles empezaron a moverse, como si alguien las estirara a tirones.
De pronto, un grito agudo, humano, rompió la calma. Era una voz joven. Una voz que pedía ayuda… o gritaba por su vida.
Leo corrió sin pensarlo.
Al llegar a un claro, vio una escena que lo dejó helado:
Una figura espectral, transparente, con forma humana, pero sin rostro, estaba encima de un chico de unos trece años que intentaba retroceder arrastrándose.
—¡AYUDA! —gritó el niño.
Leo desenvainó su arma.
El espectro giró hacia él, mostrando un vacío oscuro donde debían estar los ojos.
—Lo siento… pero te metiste con la persona equivocada —dijo Leo.
El espectro se lanzó hacia él con un chillido.
Leo activó su velocidad al máximo y cruzó el ataque, cortándolo de lado a lado.
El espectro explotó en un torbellino de niebla negra y desapareció.
Leo respiró profundo.
El niño temblaba en el suelo.
—Tranquilo —dijo Leo acercándose—. Ya pasó.
Pero el chico lo miró con una mezcla de miedo… y reconocimiento.
—Tu… tú eres Leo Nakamura, ¿cierto?
Leo frunció el ceño.
—¿Cómo sabes mi nombre?
El niño tragó saliva.
—Porque… ellos te están buscando.
Leo sintió un escalofrío recorrerle la columna.
—¿Quiénes?
El niño levantó un dedo tembloroso, señalando detrás de Leo.
Leo giró.
Entre los árboles… había tres figuras encapuchadas.
Y todas lo estaban observando.