La posada de Hallow Creek era un edificio de dos plantas, con paredes de madera que crujían como si guardaran recuerdos demasiado pesados. Al entrar, un olor a cera derretida y a café rancio se mezclaba en el aire.
Sofía pidió una habitación y, tras dudar unos segundos, la dueña de la posada --una mujer robusta con manos ásperas y mirada cansada-- le entregó una llave vieja, unida a un llavero de hierro oxidado en forma de calabaza.
--No abra la ventana esta noche--le advirtió en un susurro-. Si escucha voces, no conteste. Y si llaman a la puerta, finja que no está aquí.
Sofía arqueó una ceja, intentando ocultar la sonrisa incrédula que se le dibujaba. Había escuchado supersticiones extrañas en pueblos pequeños, pero aquella parecía más bien una broma para asustar forasteros.
--Tranquila, no me asustan las leyendas--respondió mientras subía por las escaleras.
En el pasillo, sin embargo, notó que todas las puertas estaban cerradas con candados por dentro, y algunas tenían crucifijos tallados en la madera. Otras estaban marcadas con símbolos que no reconoció, figuras circulares hechas con tiza.
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Ya en su habitación, dejó la maleta sobre la cama y miró alrededor. Era un cuarto modesto: un armario viejo, un escritorio y una lámpara de aceite que parpadeaba con cada corriente de aire. La ventana daba directamente hacia la plaza principal. Desde allí, podía ver las filas interminables de calabazas vacías, sus bocas torcidas abiertas en sonrisas grotescas.
Cuando el reloj de la posada marcó las ocho, alguien tocó la puerta. Un golpeteo suave, insistente.
--¿Si?--preguntó Sofía
Silencio.
Al abrir, no había nadie, solo un sobre en el suelo. Dentro encontró un papel amarillento, escrito con tinta corrida:
"Vete antes de medianoche. Si escuchas tu nombre, ya no habrá retorno".
Sofía sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Guardó la nota y salió a la plaza en busca de respuestas.
Allí encontró de nuevo a la anciana de cabello blanco, sentada en un banco de piedra. Su mirada estaba fija en la iglesia, como si esperara que algo surgiera de sus paredes torcidas.
--Sabía que volverías a buscarme--dijo sin mirarla--. Nadie viene aquí sin tener un propósito.
--Solo estoy haciendo un reportaje--insistió Sofía--. Pero... ¿qué significa todo esto de "los susurros"?
La anciana, que dijo llamarse Agnes, giró lentamente hacia ella. Sus ojos parecían dos espejos empañados.
--Los muertos no descansan en Hallow Creek--murmuró--. Cada treinta y un años regresan. Y cuando lo hacen, buscan un puente... alguien de fuera.
--¿Un puente?
Agnes asintió.
--Alguien que lleve sus voces al mundo de los vivos. Alguien que no pueda resistirse a escucharlas.
Sofía rió con nerviosismo.
--Lo siento, pero eso suena a superstición.
Agnes se inclinó hacia ella, sus manos huesudas aferrando con fuerza la muñeca de la periodista.
--¿Superstición?--susurró con voz quebrada--. ¿Entonces cómo explicas que todas esas calabazas tengan ojos dentro?
Sofía quiso contestar, pero un murmullo extraño, como un soplo de viento, recorrió la plaza. No era aire: eran palabras. Vagas, apenas audibles, como un río de voces lejanas.
Y entre todas ellas, juraría que escuchó una sola palabra que la heló hasta los huesos:
"Sofía..."
Se quedó inmóvil, los labios secos, mientras Agnes la soltaba y señalaba hacia la iglesia.
--Ya empezó--dijo la anciana--. Y tú, niña, ya fuiste elegida.
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Editado: 29.10.2025