El amanecer llegó cubriendo el valle con un resplandor dorado.
Sofía caminaba descalza sobre la hierba húmeda, respirando el aire tibio que por fin no olía a ceniza. El silencio era profundo, pero no vacío: era un silencio nuevo, sin miedo.
El puente había desaparecido.
O eso parecía.
Dónde antes se alzaba el arco imposible, ahora solo quedaba un río tranquilo que reflejaba el cielo. Sin embargo, si uno escuchaba con atención, en el murmullo del agua aún podía oír algo: una respiración, una voz tenue... como sí el río mismo soñara.
Sofía se arrodilló en la orilla.
--Lucas...--susurró--. Lo lograste.
El viento respondió con una caricia.
Pequeñas ondas se formaron sobre el agua, y por un instante, creyó ver su reflejo junto al de él. Dos siluetas, unidas por la misma luz.
Entonces, un sonido la hizo girar.
Al otro lado del claro, un grupo de aldeanos se acercaba lentamente. Ya no eran los mismos que había conocido. Sus rostros no mostraban miedo, sino esperanza.
Entre ellos estaba la anciana de ojos hundidos, aquella que le había hablado la primera noche. Ahora parecía más joven, su piel menos ceniza.
--El ciclo terminó--dijo, con voz suave--. Lo sentimos en los huesos.
Sofía asintió, pero no respondió.
Una parte de ella sabía que su propia existencia ya no pertenecía del todo al mundo. Había estado demasiado tiempo entre los dos lados, y su cuerpo, aunque firme, comenzaba a desvanecerse como el humo en el amanecer.
--Tú lo detuviste--dijo la anciana--. Nos diste paz.
Sofía bajó la vista.
--No fuí yo sola. Fue él.
La mujer sonrió con melancolía.
--Entonces que ambos sean recordados.
Los aldeanos encendieron velas. No negras, sino blancas. Las colocaron a la orilla del río, dejando que flotaran con la corriente.
El agua las arrastró lentamente, como si guiará sus pequeñas luces hacia un horizonte desconocido.
Sofía observó hasta que la última llama desapareció.
Luego, sintió el peso de la calma apoderarse de ella.
--Ya no me necesitan.--susurró al aire.
Pero el viento respondió, trayendo un eco suave, casi humano:
"Siempre habrá alguien que recuerde."
Sofía sonrió.
Sus manos se volvieron traslúcidas, y en cuestión de segundos, su figura se deshizo en destellos de luz que ascendieron a el cielo.
Cuando los aldeanos miraron hacia arriba, vieron un halo blanco cruzar el amanecer, como una estrella fugaz que se negaba a morir.
Desde entonces, Hallow Creek volvió al mapa.
El pueblo renació: las casas se reconstruyeron, las campanas sonaron por primera vez en décadas, y cada 31 de octubre, al caer la noche, las velas blancas flotaban río abajo.
Nadie hablaba del puente, ni de los susurros.
Pero todos sabían que algo sagrado dormía bajo la corriente. Algo que protegía el límite entre la vida y la muerte.
Y en las noches en que el viento soplaba desde el bosque, aún podía oírse, muy lejos, la voz de un hombre joven repitiendo con ternura infinita:
"Recuerda mi nombre..."
The end.
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Editado: 30.10.2025