La noche del cazador

9: Siete diaz

  La llamada fue respondida 

  —Hawke.

  —Puede que tengamos un infiltrado del Consejo en el asunto de la cacería. Protege a tu clan.

  —Si alguien toca a otro de los míos, lo destriparé. —El despiadado alfa de los SnowDancer no bromeaba—. Declaro la veda abierta para los psi.

  Lucas apretó el teléfono con fuerza cuando en su cabeza surgió una imagen del cuerpo ensangrentado de Sascha.

  —Es posible que encontremos a la mujer a tiempo.

  —¿Estás seguro?

  —Las probabilidades son pocas, pero cabe la posibilidad. Si actúas ahora perderemos la oportunidad y a un gran número de miembros de nuestros clanes.

  Los SnowDancer eran asesinos despiadados, pero también lo eran los psi. Los dos bandos sufrirían bajas importantes.

  Se hizo un breve silencio cargado de ira.

  —No podré controlar a mi gente una vez el cuerpo sea hallado.

  —Y yo no querría que lo hicieras.

  A duras penas había sido capaz de dominar a los miembros de los DarkRiver tras el asesinato de Kylie. La única razón por la que le habían escuchado era que tres de sus mujeres habían dado a luz recientemente y nadie deseaba dejar a los bebés en una posición vulnerable. Porque una vez que alfas y soldados hubieran sido aniquilados, los cachorros y las madres serían exterminados sin más. Los psi no conocían la piedad.

  —Si declaras la guerra, me uniré a ti.

  Era una promesa que Lucas le había hecho a su clan. En los meses posteriores al entierro de Kylie, habían tomado medidas para esconder a los cachorros con otros clanes, clanes que habían nacido de los DarkRiver y criarían a los niños como si fueran suyos en caso de que todo se fuera al infierno.

  Hubo una breve pausa al otro lado de la línea. A los SnowDancer no se les daba bien relacionarse con los demás, pero Lucas esperaba que Hawke siguiera la voz de la razón, que confiara en la fuerza de su alianza. La alternativa era una carnicería a una escala que el mundo no había visto en siglos.

  —Me estás pidiendo que espere mientras Brenna muere.

  —Siete días, Hawke. Tiempo suficiente para localizarla. —Confiaba en su instinto. Sascha no los traicionaría… no le traicionaría—. Sabes que tengo razón. En cuanto los psi se percaten de que los estamos cazando, ella morirá. Harán cualquier cosa para cubrir sus huellas.

  Hawke profirió una maldición.

  —Más vale que tengas razón, gato. Siete días. Encuentra a mi mujer viva y nunca tendrás que preocuparte de amenazas territoriales. Si aparece su cadáver, buscaremos sangre.

  —Buscaremos sangre.

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  Sascha despertó con el pitido del panel de comunicación. Estaba desplomada en la entrada de su apartamento, contra la puerta cerrada, con las piernas extendidas. No recordaba nada después de salir del ascensor que la había llevado hasta su planta.

  Se obligó a levantarse tratando de aferrarse a la puerta y a las paredes mientras se encaminaba como podía hacia el panel de comunicación. El nombre de Nikita aparecía en la pantalla. Demasiado exhausta como para hacer nada que no fuera quedarse allí, esperó a que su madre le dejara un mensaje y luego echó un vistazo a su reloj.

  Eran las diez de la noche, lo cual significaba que había estado inconsciente más de siete horas. Frenética, comprobó sus escudos. Intactos. El alivio hizo que se percatara de algo más: el dolor causado por la pena y la rabia que la había abrumado había desaparecido.

  No recordaba cómo lo había mitigado y tampoco quería pensar en ello. No quería pensar en nada.

  Una larga ducha apartó de su cabeza todo durante unos pocos minutos.

  Seguidamente se sentó y trató de alcanzar un estado similar al trance mediante la meditación, reacia a enfrentarse a lo que había descubierto ese día. Había sido demasiado.

  Su cerebro corría el peligro de sufrir una sobrecarga. Realizó un ejercicio de calentamiento tras otro.

  Cuando se armó de valor para devolverle la llamada a Nikita, había logrado cierta calma exterior. El rostro de su madre apareció en la pantalla.

  —Sascha, ¿recibiste mi mensaje?

  —Lo siento, estaba ilocalizable, madre.

  No le explicó dónde había estado. Como psi adulta que era, tenía derecho a vivir su vida.

  —Quería un informe sobre la situación con los cambiantes.

  En aquel preciso instante su cordura pendía de un hilo y no sabía qué creer.

  —No me falles, Sascha. —Los ojos castaños de Nikita exploraron su rostro—. Enrique no está contento contigo; tenemos que darle algo.

  —¿Por qué tenemos que hacerlo?

  Nikita guardó silencio brevemente y luego asintió como si hubiera tomado una decisión.

  —Sube a mi suite.

  Diez minutos más tarde, Sascha se encontraba de pie junto a su madre, mirando la resplandeciente oscuridad de una ciudad que se preparaba para irse a dormir.

  —¿A qué te recuerda? —preguntó Nikita.

  —A la PsiNet. —Era una conjetura muy franca.

  —Luces apagadas. Luces potentes. Luces parpadeantes y luces muertas. —Nikita entrelazó flojamente las manos delante de su cuerpo.

  —Sí.

  Sascha sintió un ligero martilleo en la parte posterior de la cabeza, más molesto que doloroso. ¿Sería un vestigio de lo que fuera que había sucedido aquella tarde? Si en verdad había sucedido algo. ¿Y si había imaginado toda aquella serie de sucesos psíquicos? Quizá fuera un signo de la aceleración de su locura. ¿Qué pruebas tenía de que había hecho otra cosa que no fuera derrumbarse? Ninguna.

  Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que había imaginado todo aquel episodio en un intento por explicar la fragmentación de su psique. No había otra explicación plausible. Lo que había creído hacer no se asemejaba a ningún poder psíquico del que tuviera conocimiento.

  —Enrique es una luz muy brillante.




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