La Noche del Dragón

4 | INDIGNA

—¡Quítame las manos de encima!—le suelto un rugido al vikingo quien me lleva a los empujones hasta mi habitación—. ¡Puedo andar sola! Así que te llamas Thorian, ¿eh? ¡Hablaré personalmente con mi marido para que él y todo el ministerio tomen cartas en el asunto contigo!

Suelta una risita espantosa que me genera más angustia que certezas.

Después de mi encuentro con el general, soy escoltada a una habitación austera pero espaciosa en el edificio donde me han tomado. El soldado que me custodiaba, un hombre de gesto adusto con el tatuaje de un dragón en su cuello, permanece en silencio mientras me adentro en la estancia.

Una vez en el lugar, me quedo paralizada por la peculiar decoración que adorna la habitación. Las paredes están decoradas con motivos que evocan las escamas de un dragón, relieves intrincados que parecen cobrar vida bajo la luz tenue. Obras de arte que parecen no buscar el fin de deleitar a los prisioneros con arte sino rendir culto a la criatura que todos temen en la comuna, ellos acá lo adulan, retratos de criaturas aladas con ojos ardientes y alientos de fuego, cada uno más impresionante que el anterior.

Pero no me deja sola en la habitación. Se queda de pie en la puerta, una vez que la cierra y no sé por qué se supone que debo quedarme a solas con este sujeto tan enigmático, masculino y desafiante.

—Tienes que ducharte.

—Sí, agradeceré la posibilidad de darme un baño—le digo, echando un vistazo a una puerta que evidentemente conduce a un baño. Agradezco tenerlo dentro de la habitación, pero no es exactamente la privacidad que deseo teniéndole encima.

—Hay toallas y ropa limpia en el armario.

Me muevo donde me indica y en efecto tengo ropa, pero son vestidos blancos no muy pomposos sino simplemente harapientos, sencillos, lo menos libidinoso que he visto en la vida. Y ahora que lo pienso bien, la mujer que estaba con el general tenía un atuendo similar, quizá con algún arreglo en su cabello.

—Bueno, gracias.

Me muevo y sigo andando, pero en cuanto estoy dentro del baño, él mete su pie y me impide cerrar la puerta.

—¿Qué haces?—me pregunta.

Le miro, consternada.

—Asearme.

—No vas a hacerlo con la puerta cerrada.

—Llevo días dando vueltas por la nada misma, estoy exhausta, necesito higienizarme y descansar en un poco de privacidad.

Vuelve a sonreír de ese modo gutural suyo que a mí no me causa gracia en lo más mínimo. Cielos, no puede ser. ¿Y ahora qué?

—Me temo que no está en un hotel cinco estrellas con todo incluido, señora esposa del ministro. Está usted bajo custodia.

—Querrás decir, secuestrada.

—Y le toca trabajar.

—¡¿Trabajar?! ¿Me trajeron para ponerme de esclava?

—No concebimos otra manera de hacer las cosas que no sea con trabajo y con sudor, eso no es signo de esclavitud, pero sí es cierto que es usted una prisionera.

—¿Quiénes son ustedes y qué quieren?

—Quítate la ropa y métete al agua.

—¡Pero…!

—¡Obedece, inepta!

Y me sacude el rostro de una bofetada.

Un estruendo tan fuerte que me deja la mejilla ardiendo y la cabeza con cierto mareo de severa intensidad.

El soldado permanece en la puerta con su mirada vigilante fija en mí mientras intento superar la humillación del golpe y el ardor en mi alma mientras me deshago de mis prendas llenas de barro seco, dejo caer todo al suelo y el vikingo se acerca para tomarlas en manos lo cual me hace encoger del miedo hasta que descubro que se las lleva fuera del baño. Con manos temblorosas, me muevo hasta la ducha sin intentar nada que ponga en riesgo mi vida ya que regresa muy pronto. Siento la incomodidad de su mirada sobre mi piel desnuda, conservando lo necesario para cubrir mis zonas íntimas. A pesar del calor del agua, no puedo sacarme la sensación de frío y miedo que se ha instalado en mi interior desde mi secuestro.

De repente, el soldado da un paso adelante y su presencia repentina me obliga a retroceder instintivamente. Me observa con una intensidad que me hace sentir como si estuviera siendo escudriñada hasta el alma.

Solo lo hace para hacerme temer. Me lo está haciendo a propósito, cabronazo.

Me abrazo a mí misma y da otro paso más hacia mí. Ahora sí temo de lo que pueda hacerme. La amenaza del general late en mis sienes.

—B-basta, p-por favor…—le pido al soldado.

—¿Por qué te cubres? Deberías haberte quitado hasta la última prenda—me dice con la voz rasposa.

—Déjame…conservar algo de mi…dignidad.

—Tú no tienes dignidad, eres una ramera esposa de un traidor. Lo que menos te mereces tú y la basura que llevas en el vientre es compasión.

Trago con dificultad, con dolor ante la idea de que debo tolerar no solo que hable así de mí sino también de Nazka, mi marido y que le diga “basura” a mi bebé.

—Termina y no hagas nada estúpido—me dice, retrocediendo otra vez.

Asiento con la cabeza, sintiendo un denso nudo de ansiedad apretándose en mi garganta. Conozco que no tenía otra opción más que obedecer, al menos por ahora. Mientras el agua caliente cae sobre mi piel, mis pensamientos se agitaron en un torbellino de confusión y miedo. Nazka, amor mío, ayúdame, ¿dónde estás?

Una vez termino la ducha, el soldado me escolta de regreso para vestirme con uno de los vestidos y usando un toallón procuro cubrirme para el cambio de mi ropa interior. Su mirada penetrante nunca abandona mi figura.

Intento ordenar mi largo cabello blanco en una coleta improvisada, pero él me niega y me entrega una suerte de corona de ramas que se clava en mi cabellera, parece ser que es una suerte de código interno. Con esto puesto, me obliga a salir y percibo sus pasos detrás respirándome en la nuca.

Mientras caminamos por los pasillos, no pude evitar notar un rasgo en común entre los soldados del lugar: todos llevan el mismo tatuaje de dragón en el cuello, como si fuera un símbolo de pertenencia a algo más grande y oscuro que aún no comprendo.




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