La Noche del Dragón

8 | SUDOR

—Esto es una tortura—me quejo, secándome el sudor del rostro por enésima vez en lo que va del día.

El sol no ha dado tregua a lo largo de esta jornada, el calor ha sido extenuante y algunas personas han tomado unos momentos recreativos al meterse al pequeño lago. No ha sido mi caso, soy una prisionera.

Me he dedicado a averiguar dónde están las personas que pudieron haber ido como prisioneros si que son más de una o solo una con respecto a quienes intentaron prender fuego la comuna.

La noche se extiende ante nosotros como un manto pesado y el calor parece haberse infiltrado en cada rincón de la habitación donde se supone que ahora me toca descansar. Un anhelo profundo se apodera de mí al recordar lo fresca que era mi casa en las afueras de Mereel y lo bien que podría estar con una refrescadita, una necesidad visceral de escapar de la opresiva sofocación de la noche.

Con un suspiro, dirijo mi mirada hacia el vikingo, cuya presencia vigilante parece fundirse con las sombras danzando en la habitación. Sé que mi petición sería recibida con resistencia, pero también sabía que el vikingo era un hombre de honor, un protector dedicado que velaba por mi seguridad con fidelidad inquebrantable.

—Thorian—mi voz resuena con determinación y súplica—, hace mucho calor esta noche. Necesito... necesito salir, respirar un poco de aire fresco, por favor.

—Lo siento, pero no.

—Recuerda que estoy embarazada.

—Y encerrada, eres una criminal de guerra.

—¿Qué? Sabes que no es así, se me acusa por cargos de los que aún ni siquiera conozco.

—Cuando tu marido llegue a buscarte, lo sabrás.

—¿No habría venido ya a buscarme si supiera que me tienen en este lugar?

—Acaso crees que es tan canalla que incluso te abandonaría a expensas del enemigo.

—¡No! Nazka jamás haría eso.

¿Entonces por qué no viene a buscarme? Rayos, no debería haber sembrado la vileza de la duda en mí.

—¿Hay manera de que lo sepa?—le pregunto—. No debería venir si eso pone su propia vida en peligro.

—Lo sabe.

—¿Cómo?

—Nos hemos encargado de que el mensaje le llegue.

—¿Saben dónde está?

—No. Es información clasificada del general nuestros modos.

—Entonces el general puede tener una idea.

—Clasificado.

—¿Tú puedes llevarme con él?

—¡Clasificado!

Suelto un resoplido.

El vikingo me mira con expresión dubitativa, hay gotas de sudor que le humedecen la frente;  sus ojos permanecen escudriñando mi rostro en busca de cualquier indicio de peligro. Sé que se preocupa por mi bienestar, pero también puedo ver la lucha interna que se libra en su interior.

 

—La verdad que este calor es tortuoso…

El vikingo parece vacilar por un momento, su mirada oscilando entre el deber y el deseo. Sabe que está arriesgando mucho al acceder a mi petición, pero lo cierto es que no tengo otras intenciones más que un respiro o un alivio.

—Mira mi pierna, si quisiera hacer algo no llegaría muy lejos que digamos, ¿no crees?

Finalmente, con un suspiro resignado, el vikingo asiente, reconociendo mi necesidad de escapar del encierro sofocante de la habitación. Con cuidado, se acerca a mi lado, ofreciéndome su apoyo mientras nos encaminamos hacia la frescura prometedora del lago entre los árboles ancianos.

Un escalofrío recorre mi espalda al contemplar la entrada al lago, recordando las estrictas normas que prohíben el acceso a los pobladores comunes durante las horas de la madrugada. Sé que es un territorio restringido, reservado para los ojos de unos pocos privilegiados que se aventuran a desafiar las normas establecidas.

Miro al vikingo a mi lado, cuyos ojos reflejan una mezcla de preocupación y determinación.

Con un gesto de cuidado, el vikingo me ayuda a despojarme del vestido, maniobrando con delicadeza para evitar perturbar la venda que envuelve mi pierna herida. La tela cae al suelo con un susurro apenas perceptible, revelando la piel pálida de mi cuerpo entero bajo la luz de la luna.

Paradójicamente le agradezco su atención meticulosa, consciente de la necesidad de mantener mi herida protegida de cualquier contacto innecesario.

—Luego habrá que cambiar la venda—me dice él.

—Sé hacerlo.

—No. Yo lo haré.

—Bien—murmuro ante la idea de que el soldado sea quien me brinde su auxilio.

Con un suspiro de alivio, me sumerjo en las aguas cristalinas del lago, dejando que su frescura envuelva mi cuerpo cansado y mi mente inquieta. El vikingo permanece a mi lado, vigilante y protector, sus ojos se pasean escudriñando las sombras en busca de cualquier amenaza potencial.

El agua fresca me envuelve, aliviando el calor opresivo que ha pesado sobre mí durante tanto tiempo. Cada gota es una caricia para mi alma cansada, un recordatorio de que, incluso en el caos de la oscuridad y el peligro, todavía existe cierto matiz de belleza y esperanza por descubrir.

Junto al vikingo, bajo el manto protector de la noche, me permito sumergirme en la serenidad del momento, dispuesta a enfrentar lo que sea que el destino tenga reservado para nosotros.

A medida que nos sumergimos más profundamente en las aguas del lago, la distancia entre nosotros se desvanece, dejando solo el calor de nuestros cuerpos y la intensidad de nuestras miradas. Es como si la noche misma nos envolviera en su manto oscuro, creando un espacio íntimo y privado donde nuestras almas podían encontrarse en silencio.

Y entonces, sin previo aviso, el vikingo cede ante el poder del momento, despojándose de su uniforme con un gesto decidido y majestuoso. La luz plateada de la luna lo lo baña con su resplandor, revelando la magnificencia de su figura esculpida como si fuera un dios griego tallado en mármol y tinta recorriendo en tatuajes tribales cada centímetro de su fibrosa tez bronceada.

Mis ojos beben cada detalle de su musculatura, extasiados por la visión que se despliega ante mí. Sus hombros anchos y poderosos, su pecho esculpido con precisión, los músculos tensos y definidos que se mueven con gracia.




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