Es de madrugada cuando la entrada al refugio se abre de golpe, dejando entrar una ráfaga de aire helado que hace que todos los presentes nos giremos al unísono. Mi corazón se acelera al instante, como si presintiera lo que está por venir. Entonces…lo veo. Está aquí.
–Thorian–su nombre escapa de mi boca con desesperación mientras él cruza el umbral tambaleante, su figura enorme y poderosa en su forma humana ahora reducida a una sombra de lo que fue. Theresa, su madre, está con nosotros e intenta correr en su ayuda.
Está cubierto de sangre y suciedad, su piel pálida yace atravesada por cortes profundos y su respiración es errática, como el sonido de un tambor roto que marca un compás irregular. Se tambalea, cayendo pesadamente de rodillas y yo corro hacia él antes de que su cuerpo golpee el suelo.
—¡Thorian!—grito mientras caigo a su lado, sujetándolo por los hombros—. ¿Qué te han hecho? ¿Por qué volviste en este estado?
Sus ojos, aquellos ojos azules y llenos de tormenta, me miran con un destello apagado, cargados de dolor.
–Está malherido–murmura uno de los sanadores. Y tiene razón, lo está más de lo que jamás lo he visto. No sé cómo ha logrado regresar, pero puedo ver que su voluntad ha sido lo único que lo ha mantenido en pie hasta aquí.
Los Maestros se acercan rápidamente. Su presencia serena y firme es un contraste con el caos de la situación. Yacen vistiendo túnicas oscuras que rozan el suelo de piedra y sus rostros parecen tallados en mármol, imperturbables ante la gravedad de la escena. Sin decir una palabra, me apartan con delicadeza, dejando espacio para que los sanadores comiencen su trabajo. Observo cómo las manos experimentadas de los curanderos se mueven rápidamente sobre el cuerpo de Thorian, limpiando las heridas, aplicando ungüentos, pero sé que esto no es suficiente. Sus heridas son demasiado graves, además no sé cómo debe ser curado un dragón herido de guerra.
Deben apartar a la anciana Theresa porque está fuera de sí.
—Necesitamos más que medicina—dice uno de los Maestros con tono solemne—. El vínculo entre vida y espíritu ha sido desgarrado en él. Debe ser restaurado... y necesitamos la ayuda de Ignis.
Mi respiración se detiene.
–¿Qué? ¿Ignis?–pregunto consternada.
Miro a mi hijo, que está dormido a unos pasos de distancia, envuelto en mantas. El calor de su pequeño cuerpo es la única certeza que tengo en este mundo caótico y ahora me están pidiendo que lo involucre en algo que no comprendo del todo.
—¿Cómo puede él ayudar?—pregunto, tratando de contener la desesperación que amenaza con desbordarse—. Es solo un bebé… ¿qué puede hacer?
Los Maestros se miran entre ellos, luego uno de ellos se regresa a mí.
—Ignis no es un niño ordinario, Kelen —responde el Maestro más anciano—. Él lleva dentro de sí la llama de la creación y la destrucción, el poder de los dragones y de la naturaleza misma. Su tacto no es solo calor: es vida y ahora es la única esperanza para Thorian.
–¿Cómo podría hacer algo así?
–Las Antiguas Escrituras nos enseñan que él sabrá cómo. Son del mismo espíritu, de la misma naturaleza.
La duda me embarga, pero al mirar a Thorian, jadeando débilmente, al borde de la muerte, sé que no tengo opción. Si Ignis tiene un poder que puede salvarlo, como vi antes que fue capaz de hacer cosas increíbles, entonces…debo confiar. La decisión pesa sobre mis hombros, pero tomo aire y asiento con la mandíbula apretada.
Me acerco a Ignis y lo recojo suavemente en mis brazos. Está tan cálido como siempre, su respiración es tranquila, pero algo en él parece despertar cuando lo acerco al cuerpo herido de Thorian. Sus ojos se abren, brillando con una intensidad extraña, como si entendiera lo que está sucediendo. “No es un bebé ordinario”, lo sé, y esa certeza me cala hasta los huesos.
—Hazlo despacio, Kelen—me instruye uno de los sanadores—. Colócalo sobre las heridas de Thorian, deja que el fuego dentro de él haga su trabajo.
Coloco a Ignis sobre el pecho desnudo de Thorian con manos temblorosas. Al principio no sucede nada, pero entonces veo cómo la piel de Ignis parece…
…brillar.
–No puede ser–farfullo al ver ese brillo de mi hijo, uno con un resplandor suave, casi imperceptible. Luego, como si algo ancestral despertara dentro de él, Ignis comienza a moverse por el cuerpo herido de Thorian, explorando cada corte, cada fractura, con la precisión de una criatura instintiva.
Lo que sucede a continuación es algo que jamás podré olvidar. Ignis baja su pequeña cabeza y muerde las heridas de Thorian, como una bestia de rapiña que se alimenta de la carne herida, pero no es un acto de violencia. Es sanación, aunque brutal y primitiva. Pienso en situaciones que se coloca sanguijuelas que succionan infecciones y me aterra pensar a mi hijo en esa altura.
–La sabiduría de la naturaleza y de toda la historia yace en su memoria–dice Caitnella, cercana a mí.
Thorian gime, su cuerpo se ve sacudido por espasmos de dolor y alivio, como si la esencia misma de Ignis estuviera quemando el veneno de sus heridas desde dentro. El fuego fluye desde las mordidas y donde antes había carne rota, ahora hay piel nueva, brillante como escamas que aún no han madurado.
Cada mordida es un rito en sí misma, un intercambio de energía vital que va más allá de lo que puedo entender. El calor que emana de Ignis llena la cueva, envolviéndonos en una sensación de renacimiento.
Thorian, aún consciente pero débil, abre los ojos y me mira mientras Ignis continúa su trabajo. Sus labios se mueven para formar palabras, pero el sonido es apenas un susurro, un murmullo perdido entre el calor y la luz que nos envuelve. Es imperceptible lo que intenta decir y mis ojos se llenan de lágrimas mientras veo cómo Ignis termina su labor.
Thorian cae desmayado y Los Maestros lo asisten.
–Está a salvo. Nuestro Dragón está a salvo–asegura y regresa a mi hijo contra mi pecho mientras sigue con el fulgor a flor de piel y…su boca pequeña llena de sangre ajena.
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Editado: 29.10.2024