La Noche del Dragón

45 | JUICIO FINAL

El mundo a nuestro alrededor se desmorona. La guerra ha escalado a niveles que ni siquiera en nuestras pesadillas hubiéramos imaginado. Las ciudades, los bosques, las montañas... todo lo que alguna vez conocimos es ahora un campo de ruinas.

Los humanos no se detienen; la destrucción se convierte en su única misión, su único propósito. A medida que avanzamos de un refugio a otro, cada lugar de paz es invadido por la violencia implacable de un mundo que se ha vuelto en contra de sí mismo. Siento el dolor de la tierra misma, un grito silencioso que me retumba en el pecho, mientras nos movemos entre sombras, cada vez más cansados, cada vez más desesperados.

Thorian está a mi lado, sus alas cada vez más desgarradas de tanto andar, huir e intentar protegernos.

Sus ojos son sombríos, pero su espíritu es fuerte. Él lucha, a pesar de las heridas que cubren su cuerpo, a pesar de las pérdidas que nos han dejado vacíos. Los Maestros, nuestros guías y protectores, han sido exterminados uno a uno. Vi cómo caían en las últimas emboscadas, sacrificándose para darnos la oportunidad de escapar, de mantener a Ignis a salvo. Y con cada uno de ellos que se pierde, siento cómo se apaga un poco más la luz del mundo.

El último de los Maestros, el más antiguo, el que siempre habló de una esperanza y de un propósito mayor, se desvaneció en la oscuridad, sus últimas palabras fueron un susurro que apenas logré entender: “Esto es la muerte de los dioses.”

Las palabras me atraviesan como una herida, porque aunque he sido testigo de horrores indescriptibles, siempre mantuve en mí una pequeña chispa de fe. Fe en algo superior, en algo que nos conectaba a todos, humanos y dragones, a algo más grande. Pero ahora… esa esperanza ha sido asesinada de manera brutal y descarnada por la misma humanidad que juró protegerla.

Es el fin de todo lo que alguna vez fue sagrado. Y aunque quiero resistir, quiero luchar por esa creencia, no puedo evitar sentir que los humanos han asesinado a Dios, que han destruido hasta la última chispa de algo divino, que en su ansia por el poder y la supremacía han borrado todo lo que alguna vez hizo que este mundo valiera la pena.

Nos escondemos en las profundidades de una cueva sombría, el último refugio que nos queda, los últimos resquicios de quienes alguna vez creyeron en algo más que esta guerra sin sentido. Ignis está en mis brazos, y pese a que trato de mantenerme fuerte para él, siento cómo cada segundo que pasa se me hace más difícil respirar bajo el peso del dolor y la desesperación.

—Kelen… —Thorian susurra cerca de mí. Su es voz ronca y quebrada, un eco de quien alguna vez fue un dragón indomable y poderoso. Hay algo en su tono que me desgarra, una mezcla de amor y resignación.

—¿Qué queda ahora, Thorian? —pregunto, mi voz rota, vacía.

No hay respuesta. Los Maestros, nuestra última esperanza de algo de fe, están muertos. No queda nada en lo que creer, nada que nos diga que hay un propósito o un plan para nosotros. Todo ha sido barrido, como si el mismo concepto de divinidad hubiera sido aplastado bajo los pies de una humanidad que no tiene nada sagrado.

De repente, un sonido ensordecedor retumba en la distancia. Las explosiones nos alcanzan incluso en este escondite remoto, haciendo temblar el suelo bajo nuestros pies. Han encontrado el refugio otra vez. Los humanos, incansables en su sed de exterminio, nos han localizado, y no hay dónde correr esta vez. Me pregunto si vale la pena intentar huir una vez más.

Thorian se endereza, aunque su cuerpo está al borde de la extenuación total. Me mira fijamente, con su mano apretada en mi hombro, y me susurra con una intensidad que apenas puedo soportar:

—Llévalo. Sal con Ignis. Yo los cubriré.

—¡No, Thorian!—grito, aferrándome a él como si eso pudiera impedir que se marche. No quiero perderlo, no después de todo lo que hemos pasado. Él es mi última conexión a lo que una vez creí. Pero veo en sus ojos que su decisión está tomada.

—Kelen… ignora la desesperación —dice en un susurro, acercándose hasta que nuestras frentes se tocan—. Ignis debe vivir. Es lo único que queda de esta tierra sagrada, es nuestra última oportunidad de cambiar este mundo.

Con un último susurro, Thorian me empuja hacia el oscuro túnel de la cueva, con su mirada sosteniéndose en la mía un instante antes de girarse hacia la entrada, donde las explosiones siguen estremeciendo las paredes de piedra.

Quedo aturdida al otro lado de la montaña.

Pero entonces, abro los ojos.

Y descubro que él ha decidido venir con nosotros. No el sacrificio. Está aquí.

—Thorian—murmuro con lágrimas en los ojos.

Él me mira y luego señala en lo alto: Hemos llegado a un pueblo distinto y oculto al otro lado de las montañas.

¿Será esta una oportunidad de empezar de nuevo?

***

Meses más tarde…

El cielo se vuelve rojo, como si la misma sangre de la tierra se filtrara a través de las nubes. En el horizonte, el eco de explosiones y el fuego descontrolado envuelven el mundo en una mezcla de ruido y silencio aterrador. El apocalipsis ha llegado, y el mundo entero lo sabe. Los rumores y las profecías de antaño han cobrado vida, y en cada rincón del planeta, la gente murmura oraciones desesperadas, sujeta a cualquier vestigio de esperanza que puedan encontrar en medio del caos.

Nos hemos infiltrado en un pequeño pueblo, una mancha de vida en el borde del abismo. Parecemos humanos comunes, despojados de todo lo que fuimos, ahora buscando algo humano en pos de nuestra supervivencia. Ignis yace en mis brazos; ya no es un niño especial a los ojos del mundo, sino una simple criatura en busca de refugio. Thorian, con la magia oculta de los dragones apagada en él, camina junto a mí con el porte de un hombre que ha perdido todo, salvo el propósito de protegernos.

El pueblo se estremece con murmullos de teorías conspirativas y visiones del fin. Algunos dicen que los dragones son los jinetes del Apocalipsis, enviados para juzgar a la humanidad. Otros creen que los poderosos ya han abandonado la tierra, dejando a la gente común para enfrentar la destrucción. En las esquinas, los predicadores levantan sus voces, proclamando el fin de los tiempos, ofreciendo promesas de salvación y condena en el mismo aliento. Los rostros de la gente están marcados por el miedo y la desesperación; sus ojos reflejan un vacío que solo la certeza de la muerte puede traer.




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