Ignis juega con unos cabritos salvajes cerca de los ríos mientras observo las montañas. Desde que nos instalamos en esta zona, todo ha ganado cierta paz. Será por el episodio místico que provocó el auge de la espiritualidad de muchas personas y cierto cese a la guerra por cuestiones políticas de respeto a los credos, el motivo que sea que haya acontecido detuvo una guerra que estuvo a punto de acabar con el exterminio mismo de toda la humanidad en una lucha encarnizada entre sí bajo el motivo de los dragones que apenas sirvió como disparador.
Thorian no está aquí. Su misión es trabajar como cualquier otro hombre del pueblo que se dedica al trabajo pesado de construir nuevamente hogares y él sí que tiene un porte físico que es de gran ayuda para todos los albañiles. Cualquiera puede cumplir con cualquier tarea en realidad, el asunto es que quienes tienen hijos llevan prioridad. Y yo tengo a Ignis, cuya naturaleza permanece como un secreto al menos en nuestra gente nueva que hemos podido conocer ya que nuestros viejos amigos quedaron atrás junto a la esperanza de volver a verles vivos algún día.
—¡Ignis! ¡No te alejes demasiado!—le digo a mi niño.
—La inocencia de los niños y la inocencia de los animalitos hacen buena alianza.
La voz me llega desde atrás y me vuelvo en dirección a una anciana que acaba de hablarme mientras se acerca.
La mujer me observa con una dulzura que parece ajena al mundo roto que nos rodea, una suavidad que envuelve cada palabra como si fueran hilos de seda trenzados en un manto invisible. Sus ojos son profundos, insondables, como si en ellos guardara secretos que ningún mortal podría comprender. Siento una paz que no había experimentado en años, una calma que nace de su presencia, como si la misma eternidad estuviera anclada en su mirada.
—¿Pe…perdón?
—Todo esto es su plan—dice ella; su tono de voz es envolvente—. La Tierra ha sido limpiada y lo que queda es la semilla de una nueva creación. En cada latido de la tormenta, en cada suspiro de la noche, Él ha tejido un nuevo propósito, un propósito que no pertenece a los hombres sino al alma misma del mundo. Y en este propósito, Ignis... —y su voz baja hasta convertirse en un murmullo reverente—. Ignis es la chispa de la vida.
¿Es que está insinuando que sabe de Ignis…?
—Dios ha iniciado su obra de nuevo—continúa la mujer, y mientras habla, noto que su forma parece difuminarse, como si estuviera envuelta en una luz que solo ahora puedo ver—. Y en cada criatura, en cada planta, en cada estrella que parpadea en el firmamento, Él ha sembrado un propósito. Pero tú, Kelen… tú llevas en tus brazos el renacer de ese propósito, la encarnación de lo divino, de lo que siempre ha sido y siempre será.
Las palabras de la mujer se sienten antiguas, como si vinieran de un tiempo antes del tiempo, y su rostro se ilumina con una claridad que va más allá de la carne y de los huesos, más allá de cualquier rostro humano.
Es un ángel… Siento en sus palabras una certidumbre que ninguna duda puede tocar, un amor que no conoce límites, una comprensión que abarca tanto lo terrenal como lo sagrado.
Entonces, sin una despedida, sin un movimiento, ella empieza a desvanecerse, fundiéndose con la luz misma del alba. Su rostro se convierte en un resplandor, sus manos en destellos de estrellas, su figura en una brisa que parece flotar en un mar de luz que no pertenece a este mundo. La paz que deja en el aire es indescriptible, una paz que solo se podría hallar en los recovecos de la fe, en la promesa de algo más allá del entendimiento mortal.
Me arrodillo, sosteniendo a Ignis en mis brazos, y en ese instante elevo una plegaria hacia el cielo que apenas logro formular en palabras, como si fuera el eco de una canción antigua, una melodía olvidada que surge desde lo más profundo de mi ser. La plegaria fluye, suave y poderosa, como un susurro que se eleva hacia las estrellas.
Este tiempo he comprendido que no estamos solos.
Que los humanos somos forasteros en esta Tierra del reino animal, vegetal y mineral.
Que las criaturas míticas como los dragones o seres celestiales están más cerca y más presentes de lo que creemos.
Y que a veces…es preciso pasar por viles situaciones de extenuante desesperación para volver a creer en algo más e ir por encima de la alevosía y el egocentrismo especista de la humanidad.
Que la noche del dragón es la más firme advertencia de que tarde o temprano tiene que amanecer.
Oh, ser eterno, fuerza sin nombre y sin fin, que habitas en lo profundo del tiempo y en la luz del alma, escúchanos. Tú, que has traído la vida desde la muerte, que has plantado en nuestro ser la chispa de tu creación, guíanos en este camino oscuro. Que tus manos nos sostengan, que tu voz nos envuelva, que la paz que reside en tus secretos florezca en nosotros.
Con las últimas palabras de la plegaria, cierro los ojos, y siento en mi interior una paz que trasciende el miedo, que trasciende incluso el dolor. Porque en esta plegaria, en este ritual de palabras olvidadas, he tocado lo eterno, he tocado lo divino.
Y en ese instante, mientras la plegaria se disuelve en el aire, el libro de esta vida, de este paso por la Tierra, a final de cuentas se cierra… A la espera de que las manos indicadas lo abran y la historia vuelva a comenzar.
PLEGARIA FINAL A LO DESCONOCIDO
Ela dorel vyra, era myrel taren anukaray. Meren shyran delekai shaar, era daran velek nai sahem. Que la unidad, el hilo que teje el ser eterno, despierte en cada corazón dormido, en cada latido que pulsa en el vientre de la creación.
Vaya el ser a la vastedad, vaya el espíritu a su fuente eterna, a la fuerza que no tiene rostro ni nombre, pero habita en todos los rostros, en todas las miradas que reflejan el infinito. Porque el creador y el creado son uno, el que es y el que observa son la misma fuerza, el mismo misterio desdoblado en el sueño de la vida.
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Editado: 29.10.2024