Solo en la noche se cree a veces conocer el camino.
Rilke
Noche Primera
“No rompas el silencio de esa quietud que no es precisamente soledad”.
Poe
Cuando las luces se apagan, voy al encuentro de la noche. No siempre ha sido así. Antes me quedaba tranquila en la cama, escuchando las voces del sueño a mi alrededor: el estornudo de Thais, las peleas de Rebeca, los murmullos de Estela. El tiempo pasaba muy despacio, como si también se diera un respiro después del ajetreo diario. El dormitorio era un gigante de muchas gargantas, haciendo sonidos diferentes con cada una para alejar el silencio.
Ahora me escurro sin hacer ruido, bajo las escaleras y miro desde el descanso para ver si descubro al profesor de guardia. La suerte es que casi siempre les gusta quedarse en la oficina de la Secretaría. Camino pegada a la pared hasta alcanzar los escalones que van al campo deportivo y ya puedo andar más libre. Cuando dejo atrás la primera hilera de matas de naranja es como si cruzara la frontera de un país imaginario donde puedo ser de verdad quien soy. Me siento siempre en el mismo lugar: no es muy oscuro ni tan lejos. La oscuridad me da un poco de miedo. En el suelo tengo unos cartones que uso como asiento. A veces llego y no están. La suerte es que hoy no ha llovido y la tierra está seca. Dentro del edificio me ahogo de noche. Por el día todo es diferente.
La musiquita para levantarse es la misma que se oye en las estaciones de trenes al anunciar una salida. Al menos, a mí me lo parece. Me apuro en levantarme porque si demoro cinco minutos en llegar al baño lo encuentro repleto y es mucho trabajo cepillarme los dientes con los brazos pegados al cuerpo, porque hay seis pilas de agua y el triple de gente. Remoloneo un poco para llegar al fondo, donde están las taquillas de la ropa de campo. Allí sí me gusta estar acompañada, por lo de las ranas. A las muy desgraciadas les encanta meterse en las botas. De pensar que puedo tocar una con la mano, me da escalofríos. Antes no les tenía tanto miedo, pero ahora sí. Después de andar por los surcos deshojando plátano, me dan pánico. Agarras una hoja seca, la estiras para cortarla y lo mejor que puede pasarte es ver a alguna pegada al tronco, como si estuviera dormida. ¡Tan hipócritas! Eso es haciéndose las bobas, porque de pronto saltan y se pegan en cualquier parte: la mano, el brazo… Cuando pienso en eso me erizo. En esta escuela no hay plátanos, pero en el albergue entran las ranas. En el campo no se ven: ni en las matas de naranja ni en las de toronja. Rebeca no les tiene miedo, pero es muy dormilona. A veces no desayuna y va para el matutino sin peinarse, con las trenzas que parecen alambres torcidos y despeluzados. Cojo las botas. Nada. Me las llevo para ponérmelas en la cama de Yiya, porque yo duermo en la litera de arriba. Estela me apura para que vaya con ella a la cocina antes del desayuno. Cuando está el turno de Elías, el cocinero, o Fefa, podemos tomar café. Vamos a escondidas por la puerta del fondo, porque a los alumnos no les dan café. Luego nos sentamos en la escalera de atrás para que ella se fume un cigarro. Aquí no dejan fumar, pero Estela tiene tremendo vicio. Hay profes que se hacen los de la vista gorda con los fumadores, como el químico, pero otros son tremendos pesados: quitan el pase y amenazan con ponerlo en el expediente. Esa es una de las cosas que no me gustan: se pasan la vida amenazando con cualquier cosa. ¿Será que esa gente nació con un defecto? Los más brutos son los más pesados, debe ser porque quieren congraciarse con Chuchú. Este Chuchú es un personaje, además de ser el director de la escuela. Pero no es por ser el director, sino porque se cree que está bueno y que todas las chiquitas se mueren por él. Total, es para alardear, porque se supone que los profesores no pueden ser novios de las alumnas. El curso pasado botaron a uno porque estaba con Lolita. El día que se iba con su mochila al hombro, salimos al pasillo del edificio docente y se veía triste. A la semana, en la recreación, ya Lolita estaba sentada en el banco más oscuro con Julio, el del grupo treinta y uno.
Pero estaba hablando de Chuchú. Xiomara y Belkys se van a derretir un día. Hay que ver cómo se mueven cuando pasan por el pasillo central y él está frente al comedor. El mejor de los días se desarman, o les tienen que poner un yeso en la columna. A mí no me gusta. Antes de hablar él coge aire y la voz le sale como si recitara. Cuando lo ve Gerardo, el oso, dice: “se levanta el telón”.
Siento un sonido familiar. Son gotas de agua que rebotan en las hojas. Está lloviznando. Corro hasta la caseta donde se guardan las herramientas. Es de madera, pero las tejas de zinc forman un alero. Ya la llovizna es aguacero, con rayos y truenos. Puedo ver que se apagan las farolas de la escuela. Lo que me faltaba, ¡un apagón! Esto es tan oscuro que de pronto no sé si estoy por el lado de la puerta. Tanteo las tablas porque a veces olvidan ponerle el candado. Esta es la argolla; no siento el candado, pero siento otra mano y quito la mía enseguida. Una voz desconocida me tranquiliza.