Decido estacionar el auto y suspirar por un momento antes de salir. Últimamente, equilibrar el trabajo y la universidad ha sido un reto agotador, pero no me quejo. Amo lo que hago.
Tomo mi paraguas —que siempre llevo conmigo por si las moscas— y abro la puerta. Apenas pongo un pie afuera, la lluvia me salpica, fría y persistente. Me apresuro a abrir el paraguas y camino rápidamente hacia Starbucks, dejando atrás el sonido de los truenos retumbando en el cielo.
Al llegar, cierro el paraguas y lo dejo afuera antes de entrar.
—¡Apocalipsis! ¿Cómo estás? —me saluda Mariam, la barista de siempre, con su sonrisa amigable.
—Hola, Mari. Muy bien, ¿y tú? Dame lo de siempre.
—Dale, ahorita te lo preparo.
Me dirijo a una mesa junto a la ventana, donde solo hay una silla. Desde ahí, observo la lluvia caer en cortinas densas sobre la calle, mientras los relámpagos iluminan el cielo con destellos fugaces.
Mariam se acerca y deja frente a mí el café negro sin azúcar, con un poco de crema. Lo mismo de siempre.
Sostengo la taza entre mis manos, sintiendo su calor, y por un momento, me pierdo en los recuerdos. La primera vez que entré a este Starbucks fue hace unos siete años, cuando mi familia y yo inmigramos de Honduras a Florida. Recuerdo el primer sábado en esta ciudad: salí a caminar para conocer el lugar y terminé aquí, donde conocí a Mariam. Desde entonces, mi pedido no ha cambiado.
Al terminar, me acerco a la caja, pago y le dejo una propina de veinte dólares. Ella sonríe con gratitud, pero no digo nada más. Solo me despido con un gesto y salgo del local.
Agarro rápidamente mi paraguas y lo abro mientras camino hacia el auto. Voy distraída, perdida en mis pensamientos, cuando de repente choco contra alguien.
—¡Mierda! Lo siento, ando distraída…
Levanto la mirada y me encuentro con un hombre empapado de pies a cabeza. Lleva una camisa formal blanca, completamente mojada, lo que hace que la tela se vuelva casi transparente, revelando un torso cubierto de tatuajes.
Reacciono rápido y coloco mi paraguas para cubrirnos a ambos.
—No tienes por qué hacer eso —dice riendo.
—Te estás mojando. Claro que debería hacerlo, podrías enfermarte.
—¿Una desconocida preocupándose por mí? Muchas gracias, pero no te preocupes.
Me río en su cara.
—Bueno, si no lo necesitas, debería irme.
Aparto el paraguas, dejando que ahora solo me cubra a mí. Ya decidida a marcharme, siento cómo su mano atrapa la mía antes de que pueda dar un paso.
—Baila conmigo.
Parpadeo, atónita.
”¿Perdón?” pienso. ”¿Y a este qué le picó?”
—¿Disculpa?
—Baila conmigo bajo la lluvia. —Repite, esta vez con seriedad.
—¿Estás hablando en serio?
—¿Por qué no lo harías? Solo será un baile con un desconocido. No nos volveremos a ver. ¿No te parece asombroso eso?
Lo miro fijamente, intentando encontrar en su rostro alguna señal de que esto es solo una broma. Pero no. Habla en serio.
—Dios mío… —murmuro, incrédula.
—Estás loco, ¿sabes?
—¿Aquí? ¿Quieres bailar aquí? ¿En el estacionamiento?
—Ajá. Vamos, te vas a divertir.
Levanta una mano, ofreciéndomela con paciencia, como si realmente creyera que voy a aceptar.
—Deja el paraguas y baila conmigo.
Dudo por un segundo. Somos desconocidos. No nos volveremos a ver.
Sin pensar demasiado, coloco el paraguas en el suelo y dejo que la lluvia me moje.
—Ven, vamos.
Su mano envuelve la mía y me guía hacia el centro del estacionamiento. Y entonces, sin saber por qué, le sigo el juego.