Lunes. 06:00h
La semana empezaba nuevamente. Estaba mucho mejor y parecía que lo sucedido ayer nunca hubiese ocurrido. Me preparé, hice mi rutina mañanera y me fui al trabajo. Esperaba que el día pasase rápido.
Llegué a mi tienda a las 8:35, como cada mañana, después de aparcar el coche en un parking público gratuito, tal y como cada día llevo haciendo desde que puse mi librería en la calle Gran Capitán. Parecía que todo iba como siempre.
Cuando metí la llave en la cerradura para que la persiana se subiese, como cada mañana, solía saludar a mis vecinos de los demás negocios, observar el va y ven de hordas de personas ajetreadas que van a sus diferentes destinos. La rutina y su incansable horario.
Cuando fui a entrar al establecimiento, tuve la sensación de notar algo en el suelo. Efectivamente, ahí estaba una nota con las huellas de mi zapato selladas en la parte posterior. Me agaché a cogerla, la abrí y comencé a leer. No sabía lo que esperarme.
"Hola, Jaime:
Soy Juanjo, el malabarista del semáforo. Perdona si te sientes acosado, pero necesito hablar contigo urgentemente y no sabía cómo contactarte. Hace tiempo me dijiste donde estaba tu librería he decidido dejarte esta nota, puesto que no sé si en el tiempo que nos permite hablar el semáforo, cuando tenemos la oportunidad, que no es siempre, podemos hablar de ello. Es un tema largo. Si no te importa, cuando salgas del trabajo a mediodía, pásate por la plaza de Los Lobos a las 14:30. Yo vivo justo al lado. Si lo prefieres podemos ir a algún bar para tomar algo y hablar, o incluso subir a mi casa.
Te espero allí. Si por lo que sea no apareces, no me lo tomaré mal, tranquilo, entiendo que es muy precipitado y que seguramente tengas planes o simplemente no te apetezca.
Un saludo
Juanjo"
Mi cabeza empezaba a funcionar a mil por hora, imaginándome lo que me iría a decir Juanjo. Es verdad que nos conocíamos desde hacía al menos diez años, que habíamos hablado muchísimas ocasiones, que en esos veinte segundos, a veces incluso más si no me daba tiempo a cruzar y volvía ponerse en rojo, nos contábamos el día, hablábamos un poco sobre el tiempo y algunas conversaciones triviales, salvo alguna que otra vez que sí que indagamos más en nuestras vidas, pero nunca más de lo que le contarías a un conocido. Y la nota… Imaginaba que podría ser porque después de todo este tiempo ya era hora de sentarnos a hablar tranquilamente, entablar una buena conversación, y por qué no, una amistad. Tendría sentido… Aunque algo en mi interior me decía que no sería sólo eso. Había algo más. El día empezaba interesante.
La mañana seguía su curso. Normalidad. Menos mal. No me acordé ni una sola vez de la nota de Juanjo. Al menos hasta que cerré la tienda, que de un momento a otro, un terraplén de pensamientos, dudas y nervios me empezaron a invadirme. Parecía un adolescente que tenía su primera cita. No sabía a cuento de qué, pero mi intuición estaba trabajando, haciendo elucubraciones de todo tipo, y solo tenía una cosa en claro: No iba a ser algo normal, porque estos días atrás no lo habían sido. O al menos no dentro de la normalidad a la que suelo estar acostumbrado.
Cuando cerré, metí la llave en el bolsillo. Ahí estaba la nota. La saqué y la volví a leer. El mundo parecía ir a cámara rápida a mi alrededor mientras me quedaba embelesado mientras leía esa caligrafía tan pulcra que formaba cada palabra. La doblé y la volví a guardar en mi bolsillo derecho.
Empecé a caminar hacia el bar de siempre, donde las veces que no me apetecía traerme comida solía pillarme un magnífico menú del día a ocho euros. Nada mal de precio. Además, me serviría para ver a Manuel, mi buen amigo del instituto, propietario actualmente de "La Dolce Vita Bar-Café" después de que su padre se jubilase.
La historia con Manuel siempre había sido muy peculiar. Desde que nos conocimos en el instituto entablamos muy buena amistad. Nuestro circuito de amigos éramos él, Carolina, María, Alberto –que acabó alejándose cuando conoció a otras amistades en la universidad– y Kike. Desde entonces, no solo estábamos juntos en clase, sino que también salíamos por ahí por las tardes, hacíamos nuestras gamberradas juntos –tan típicas de adolescentes en la flor de la vida–
Alberto y Kike sí que eran del mismo pueblo, y los demás éramos de pueblos cercanos. Solo nos distanciaban diez minutos en bus y un ticket de ochenta céntimos. Después de idas y venidas de la vida, seguimos viéndonos, quedando, al menos una vez al mes. Nuestro grupo de amigos se acabó convirtiendo también en salidas de pareja tras acabar emparejados nuestras amigas: yo con María y él con Carolina, aunque no afectó en nada al grupo, ya que las citas solíamos hacerlas cada uno a su rollo los fines de semana y de lunes a viernes nos seguíamos viendo todos juntos ya que no queríamos que cambiase en ningún sentido ese grupo ni que Kike se sintiese desplazado. Funcionó.
Años después conoció a su penúltima pareja, Pepe, y dos años más tarde a Lucio. Su actual marido.
Manuel y yo algún fin de semana organizábamos citas dobles para ir al cine y cuando no era así coincidíamos más de lo que llegábamos a admitir, como si desde que nos conocimos en el instituto la vida nos hubiese puesto nuestros caminos paralelamente. Y tan paralelamente: Cuando llevé a María a aquél pub del centro de la ciudad después de pedirle matrimonio, él también estaba allí, y también le había pedido matrimonio a Carolina. Nunca habíamos hablado de nuestros planes de pedirles matrimonio a nuestras parejas, puesto que a mí me surgió en el acto, en un mirador, y a él, en la playa. Los dos sin anillo de por medio –un poco cutre, todo sea dicho– pero nos bastaba, y a nuestras prometidas tampoco les importó. Posteriormente sí que les regalamos un anillo, que compramos en la misma joyería. Cuando él iba al dentista, allí estaba yo, muchas veces coincidíamos en el súper de la ciudad, incluso llegamos a coincidir cuando fui a Roma con María en un viaje sorpresa y esporádico. ¡COINCIDIMOS EN LA FONTANA DE TREVI! Y ni nosotros ni nuestras parejas se lo podían creer. –El destino os quiere unidos– Solía decir Carolina.