La novia indomable

2

La carroza se detuvo, y las muchachas comenzaron a agitarse, apresurándose a colocarse las joyas. La puerta se abrió de golpe y Ayshel sintió sobre sí la mirada penetrante de un hombre, un extranjero que las acompañaba. La princesa ya lo había notado en el palacio: destacaba demasiado entre sus compatriotas.

Llevaba el cabello largo y oscuro, rapado en las sienes y trenzado en una coleta alta. Sus cejas rectas y fruncidas parecían advertir de un peligro, y en el abismo de sus ojos negros una podía perderse. Una chaqueta corta sin mangas dejaba al descubierto la piel morena, cubierta de tatuajes: en la parte superior del brazo derecho brillaba una luna rodeada de estrellas, y en el izquierdo, unas runas incomprensibles para Ayshel. Del cinturón colgaba, bien sujeto en la funda, un sable que le confería un aspecto aún más amenazador.

El hombre la atravesaba con la mirada hasta los huesos, y por un instante a la muchacha le pareció que él conocía la verdad. No se apresuraba a apartar los ojos ni a decir palabra alguna; permanecía inmóvil, como petrificado, observando con descaro cada rasgo de su rostro. Nunca antes la habían contemplado con tanta desfachatez. Cierto que ella rara vez usaba el velo —no era obligatorio, más bien una tradición—, pero nadie se había atrevido a devorarla así con los ojos.

Como despertando de un hechizo, Ayshel se movió por fin y, con apuro, ocultó su rostro bajo la malla de cabello. La princesa dominaba bien la lengua de Lymeria, por lo que se atrevió a protestar con firmeza:

—¿Cómo osáis irrumpir así?

—Hemos llegado al palacio, vuestro viaje ha terminado. No esperaba veros en tal estado.

—Entended que resulta asfixiante permanecer todo el tiempo bajo un velo, y cuando la sultana está a solas conmigo, nos permitimos esa libertad.

El hombre bajó la cabeza con gesto culpable, aunque en sus ojos no había rastro de disculpa. Observaba descaradamente cómo Esen se cubría el rostro con la malla y, extendiendo la mano, dijo:

—Permitidme ayudaros.

La joven, tras vacilar un instante, depositó los dedos en su palma. Ayshel comprendía que las costumbres de aquel país eran muy distintas de las suyas, y en silencio celebró la osadía de su compañera. A ella, en cambio, nadie le tendió la mano, y tuvo que descender sola de la carroza.

Ante sus ojos se alzaba un palacio majestuoso. Los muros blancos contrastaban con el techo oscuro, y las enormes columnas conferían pomposidad al edificio. En las torres puntiagudas ondeaban banderas que danzaban al compás del viento. Bajo la atenta mirada de la princesa, Esen ascendía por la ancha escalinata. Dos lacayos mantenían abiertas las puertas principales, erguidos como si fueran de cera.

Ayshel caminaba unos pasos detrás, el único acompañamiento de la falsa sultana. Su padre ni siquiera había enviado un séquito, apenas una sola compañera que hacía las veces de doncella.

Esen debía avanzar con paso firme sobre la alfombra roja hacia la sala del trono, pero lo hacía con inseguridad y lentitud. A la princesa le parecía sentir el temblor de sus rodillas y el golpeteo asustado de su corazón. Solo quedaba esperar que nadie descubriera su engaño.

Recorrieron el pasillo alfombrado, flanqueado por súbditos que formaban un pasillo humano. Los rayos del sol se filtraban por los vitrales de colores y se perdían entre las paredes azuladas de la sala.

Tras superar tres escalones, Esen se encontró frente al trono. El rey se levantó, y ella se inclinó levemente. Solo entonces, desde su posición de cabeza gacha, Ayshel pudo contemplar al monarca. Para su sorpresa, parecía joven. Una corona relucía en su cabeza, su cabello castaño caía hasta las orejas, unos ojos azules observaban con curiosidad a la prometida, en su barbilla se marcaba un hoyuelo y sus labios delgados se curvaron en una sonrisa.

—¡Bienvenida, princesa! —dijo con respeto, tomando sus dedos y acercándolos a sus labios—. Espero que vuestro viaje haya sido agradable.

—Sí, no os preocupéis, Alteza.

A Ayshel le pareció escuchar el rechinar de los dientes del rey, como si la ira lo devorara. Recordaba bien que a aquel soberano se le debía llamar Majestad, y que el título de Alteza se reservaba a los duques. Pero Esen había confundido los tratamientos y se había colocado en una situación incómoda. Para enmendar el error, la princesa murmuró, con la esperanza de que su compañera la oyera:

—Majestad, al rey de Lymeria se le llama así.

Esen captó el susurro y se apresuró a corregirse:

—Perdonadme, Majestad, en Oturia no hay reyes, me he confundido un poco.

—No os inquietéis, al fin y al cabo estamos casi casados, y os perdono este desliz —respondió él, con un tono que sonó a gran misericordia. Extendió la mano, indicando una puerta en la pared lateral—. Os ruego que paséis.

Esen, sosteniendo con inseguridad la mano del rey, avanzó con timidez hacia la estancia indicada. Era una sala amplia, con una mesa en el centro. Ayshel había esperado que, al menos, las alimentaran, pero la mesa vacía no inspiraba confianza. Lo que sí llamó su atención fue un diván color celeste y un piano que reposaba junto a él.

Las puertas se cerraron y a la sultana le pareció que de pronto faltaba el aire. Reinard soltó la mano de la prometida y frunció el ceño:

—¿Por qué os presentáis así?

La joven guardó silencio, y solo su respiración agitada respondió a la pregunta. Ayshel temió que su compañera confesara la verdad y se adelantó a hablar en su lugar:

—Es el atuendo tradicional de Oturia.

El rey desvió hacia ella una mirada azul, ardiente, que la hizo sentir un calor sofocante. La sostuvo un instante, y luego volvió a fijarse en Esen.

—Quitadlo de inmediato, quiero ver a mi prometida. Estáis en Lymeria, debéis vestiros conforme a nuestras costumbres. La boda se celebrará dentro de dos meses. En ese tiempo debéis aprender a la perfección nuestras tradiciones y no volver a equivocaros en los títulos. Se os confeccionará un nuevo guardarropa; habéis de lucir como la reina de Lymeria, no como una dama de Oturia. Además, deberéis aceptar nuestra fe y convertiros en una verdadera lymariana.




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