En ese instante, la princesa sintió que el aire se le escapaba de los pulmones.
El sueño de casarse con Jasim se desvanecía de sus manos, alejándose más con cada segundo. No había planeado todo aquel engaño para vivir como una simple dama de compañía.
Olvidando por completo las normas de etiqueta, se atrevió a contradecir al rey:
—Pero no puedo quedarme. Mi misión era únicamente acompañar a la sultana y regresar a Oturia.
—A la princesa —remarcó el monarca con énfasis en el título, dejando entrever su fastidio ante los ecos de las costumbres oturianas que deseaba sofocar desde su origen—.
Ayshel necesitará tiempo para acostumbrarse a las nuevas condiciones. Tu presencia es indispensable, al menos hasta la boda. La ayudarás a adaptarse.
—Con todo respeto, debo regresar —insistió ella, decidida a no ceder.
Al notar el gesto de desagrado en el rostro del rey, intentó encontrar una excusa convincente y, sin dudarlo, mintió con seguridad:
—Me espera mi prometido. Estoy a punto de casarme.
Las mandíbulas del rey se tensaron, y en sus ojos se encendió un destello de ira.
La joven sabía que nadie se atrevía a discutirle al monarca y que sus palabras lo habían enfurecido, pero quedarse en Limeria no era una opción.
Reynard cerró los ojos por un instante y soltó un suspiro pesado. Luego, con calma y firmeza, declaró:
—No sé cómo serán las cosas en Oturia, pero aquí está prohibido contradecir al rey. Recuérdalo para el futuro.
He dicho que te quedas, y no hay nada más que hablar.
Su voz sonaba segura, autoritaria, como si no existiera nada más allá de su voluntad.
Finalmente apartó la mirada de la princesa y se dirigió a Esen:
—Os acompañarán a vuestros aposentos. Allí podréis cambiaros y arreglaros. Cenaremos esta noche con la corte; quiero que conozcáis a las personas más importantes.
A tu dama de compañía le permito unirse a nosotros.
Arikan —dijo, volviéndose hacia alguien detrás de él—, acompaña a la princesa y luego preséntate ante mí.
El rey lanzó una última mirada penetrante a Ayshel antes de girarse y marcharse con paso decidido.
La joven comprendió que, si no hacía algo, permanecería allí mucho más de lo deseado. Su corazón rebelde se negaba a aceptar aquel destino, y armándose de valor, se atrevió a responder:
—Pero no soy súbdita de Limeria. Tengo una orden directa del sultán que debo cumplir. Le ruego que me proporcione una carroza para regresar.
—Petición denegada.
Te quedarás aquí hasta mi boda con la princesa.
Puedes escribir al sultán si lo deseas, pero mis decisiones no se discuten —respondió Reynard sin siquiera mirarla, mientras avanzaba hacia las altas puertas que se cerraron tras él.
Ayshel sintió un vacío inmenso.
En un solo instante, todos sus sueños y esperanzas se hicieron añicos.
No había renunciado a su título de sultana para vivir en un palacio ajeno como una simple sirvienta.
No pensaba rendirse. Sabía que necesitaría la ayuda de Esen para escapar de aquellas paredes que de repente se habían vuelto hostiles.
—Por aquí, por favor —la grave voz del hombre la sacó de sus pensamientos.
Era el mismo acompañante tatuado que había custodiado su viaje.
Actuaba como principal emisario en Oturia y, sin duda, ocupaba un cargo elevado.
No tenía sentido resistirse ni discutir. La princesa lo siguió en silencio por los vacíos pasillos del palacio.
Sin cruzar palabra, subieron al segundo piso y continuaron caminando.
Ayshel distinguió a una mujer que se acercaba hacia ellos.
Vestía un voluminoso vestido rosa adornado con pequeños lazos, una elección tan extravagante como atrevida.
El escote profundo dejaba ver más de lo que dictaban las normas de decoro, aunque aquello no parecía preocuparle en absoluto.
Sonreía con soltura, y sus rizos dorados caían con coquetería sobre los hombros.
Sus ojos verdes brillaban con picardía mientras se clavaban en Esen con una amabilidad fingida.
Al llegar frente a ellas, la desconocida hizo una reverencia, obligándolas a detenerse.
—¡Arikan, bienvenido de vuelta!
Su Alteza, qué placer darle la bienvenida al palacio —entonó con voz dulce, pero su tono destilaba falsedad.
La expresión del hombre dejó claro que su presencia no era precisamente de su agrado.
—Duquesa, ¿acaso no escuchó las órdenes del rey? No deseaba que nadie deambulara por el palacio el día de la llegada de su prometida.
—No sabía que la princesa ya había llegado.
Ya que hemos coincidido, permítanme presentarme.
Soy la duquesa Daphna Garrison. Espero convertirme en su amiga y llenar de color los días grises del palacio.
Parpadeó con inocencia, desarmando con su sonrisa cualquier recelo que Ayshel pudiera sentir.
Esen le devolvió una sonrisa amable, intentando mantener la cortesía:
—Será un placer conversar con usted. Pero ahora, si me disculpa, necesito descansar del viaje.
—Por supuesto, nos veremos más tarde —replicó Daphna con una elegante reverencia antes de apartarse para dejar paso al séquito.
Tras algunos giros por los pasillos, por fin llegaron a los aposentos de la princesa.
Eran majestuosos: los sillones, la mesa, el tocador, la cama alta cubierta por dosel, el sofá de patas finas, el gran espejo y el armario parecían piezas corrientes, pero en conjunto irradiaban una grandeza sutil.
—Instálense. Llamaré a los sirvientes —dijo Arikan antes de desaparecer por la puerta.
Esen, que hasta entonces había mantenido la calma, se volvió hacia su compañera con el rostro pálido:
—Sultana... ¿qué haremos ahora? El rey sospecha algo. No tiene intención de dejarla marchar.