—Mal asunto, vuestra sirvienta casi me mata.
Sonó como un reproche, y en el hombre despertó un sentimiento de culpa. Avanzó unos pasos y se detuvo frente a Esen, observando su rostro.
—Le ruego me disculpe. No esperaba algo así. A partir de hoy la protegeremos con mayor cuidado. La sirvienta ha sido capturada y llevada a la sala de interrogatorios; allí confesará todo. No se preocupe, le garantizo su seguridad.
Ayshel no soportó la sensación del rastro frío que las gotas dejaban sobre su piel y apartó hacia atrás el cabello mojado, dejando al descubierto sus clavículas. El gesto no pasó desapercibido para Reinar, que enseguida se volvió hacia ella.
—¿Y dónde estabas tú en ese momento? ¿Cómo pudo quedarse la princesa a solas con la sirvienta?
—Estaba bañándome, Su Majestad. Rosy me estaba ayudando.
—Hmm... No sabía que también tenía que mantener una sirvienta para ti —comentó el hombre con una sonrisa burlona.
La princesa se sintió herida y volvió a convencerse de que su decisión era la correcta. ¿Qué clase de hombre tan insensible era aquel, incapaz de asignarle siquiera una sirvienta a la dama de compañía de su prometida? No podía imaginarse haciendo todo sola, así que replicó con tono firme:
—No será necesario. Permítame partir mañana.
Ayshel vio cómo, tras sus palabras, los pómulos del rey se tensaron de rabia. Cerró los puños y se dirigió hacia la salida.
—Imposible. A partir de ahora no te separarás de la princesa ni un solo paso, y la protegerás en caso de peligro.
—¿Yo protegerla? ¿Habla en serio? —Las cejas de Ayshel se alzaron sorprendidas. Jamás habría imaginado desempeñar el papel de guardaespaldas. Bajó la cabeza y murmuró, apenas audible, como si temiera que la escucharan:— ¿Y quién me protegerá a mí?
Reinar la oyó. Se detuvo y se volvió, lanzándole una rápida mirada.
—Habrá guardias cerca. Arikan, refuerza la vigilancia y lanza tus conjuros de protección. Princesa, nos veremos en la cena. Le presentaré a la corte.
La cena se preparó como si se tratara de un gran baile. A Esen le pusieron un vestido celeste con una falda voluminosa; el cabello, recogido en un elaborado moño, y joyas resplandecientes. En ese momento, parecía una princesa de verdad. Sin embargo, su andar inseguro y la costumbre de mantener la cabeza baja delataban su secreto.
Ayshel, en cambio, lucía un vestido verde oscuro que realzaba su piel morena y su cabello negro. Las joyas, más discretas que las de Esen, completaban el conjunto. Aunque el armazón bajo la falda le resultaba incómodo, mantenía una postura segura y no mostraba miedo.
Las jóvenes salieron de sus aposentos y, en el pasillo, las esperaba Arikan. Bajo su capa negra, bordada con hilos plateados, se distinguían un chaleco granate y un pañuelo blanco al cuello. Ayshel no estaba acostumbrada a verlo así: sin espada ni los habituales tatuajes a la vista, parecía todo un caballero. Solo la trenza alta y los costados rapados delataban su espíritu rebelde.
El hombre la observaba con tanta atención que parecía no respirar. Ayshel sintió el calor de aquella mirada recorrerle la piel y se sintió incómoda. Para liberarse de la tensión que le revolvía el corazón, se dirigió a él:
—¿Ha venido a escoltar a la princesa?
—Sí, el rey ya la espera en el salón.
El hombre le ofreció el brazo, y Esen lo tomó con delicadeza. Caminaron delante de Ayshel, y al bajar las escaleras, la joven se sorprendió al descubrir que se quedaba mirando la espalda ancha de Arikan.
Aquel hombre se parecía más a un oturiano que a un limeriano: alto, moreno, de ojos negros... Su aspecto lo distinguía claramente de los suyos.
Una voz solemne anunció la llegada de la princesa, y los lacayos abrieron las puertas del amplio salón. Lo que apareció ante los ojos de Ayshel la dejó sin aliento.