Ayshel se sentó en la cama, subiendo la manta hasta el cuello. La sospecha de que Reynard lo sabía todo se coló en su corazón, punzándolo con agujas invisibles. De repente, la boca se le secó y sintió que en su garganta se extendía un desierto.
—¿De qué se trata?
—No lo sé, pero me han ordenado llevarla de inmediato. Apresúrese.
El sirviente, sosteniendo una vela en la mano, entró en la habitación con un aire de absoluta seriedad. La muchacha no comprendía tanta prisa. El corazón le empezó a latir más rápido y buscó excusas para no ir.
—Necesito vestirme.
—No hay tiempo. Levántese, no me obligue a usar la fuerza.
Ayshel se sintió condenada. Estaba convencida de que Reynard había descubierto su secreto. No entendía cómo podía atravesar los pasillos solo con una camisa. Aunque la tela era gruesa y cubría bien sus encantos, no tenía idea de cómo presentarse ante el rey en semejante estado. Al ver la determinación del sirviente, venció la vergüenza, se levantó de la cama, se puso un albornoz y salió de la habitación. Caminaba despacio, retrasando su destino. Le pareció que llegaban demasiado pronto a los aposentos tras cuya puerta se escondía su perdición. El lacayo anunció su llegada y la joven fue invitada a pasar.
La amplia estancia, decorada en tonos claros, no inspiraba miedo; sin embargo, el hombre sentado tras el escritorio, que la observaba con atención, hacía temblar su cuerpo. Ayshel se presentó ante el rey con el albornoz puesto y el cabello suelto cayéndole por debajo de la cintura. Hizo una reverencia y esperó el veredicto, que él se demoraba en pronunciar. Reynard parecía ponerla a prueba, y su silencio la obligaba a imaginar las peores cosas. Incapaz de soportar la tensión, habló primero.
—¿Me mandó llamar, Su Majestad?
Con esa pregunta, pareció despertarlo de un sueño. El hombre se levantó y se acercó a ella. Sin corona, vestido solo con una camisa blanca y pantalones negros, parecía un hombre común, salvo por el pesado anillo que recordaba su poder absoluto. Se detuvo tan cerca que daba la impresión de poder oír los latidos acelerados del corazón de Ayshel, ver su ansiedad desbordada y adivinar su secreto. Cerró los ojos un instante e inhaló los aromas que impregnaban la habitación. Finalmente la miró y sonrió con una calma engañosa.
—Solo quería saber si te agradan los aposentos que te asigné.
—¿Y por eso, en medio de la noche, me ha sacado de la cama y me obliga a presentarme aquí... casi desnuda?
La rabia bullía en el corazón de Ayshel. Quería oír la verdadera razón y acabar con las cortesías inútiles. Aquella espera la estaba matando. El rey, sin embargo, parecía burlarse de ella.
—Pero si estás vestida.
—Sabe perfectamente a qué me refiero. No llevo un vestido.
—¿Eso te preocupa?
—Por supuesto. Mientras venía, medio palacio me vio así —Reynard extendió la mano y apartó un mechón de su cabello hacia atrás. El gesto la puso en guardia y, en un susurro, añadió—: ...y usted también.
—Eres muy hermosa.
Escuchar eso del prometido de otra le resultó inaceptable. Instintivamente dio un paso atrás.
—Tiene una prometida, Su Majestad, y ese cumplido no es apropiado.
—Sabes bien que es un matrimonio por conveniencia. Ni la princesa ni yo lo deseamos. Son las circunstancias. Además, no es culpa mía que su doncella me resulte mucho más atractiva que ella.
Ayshel sintió el calor subirle al rostro al comprender por qué la había hecho llamar. Le pareció indignante. No sabía su terrible secreto, solo quería divertirse. ¡Y eso el primer día de su llegada! Temía imaginar qué vendría después.
—Oh, claro... Mientras la princesa le guarda fidelidad y cría a sus hijos, usted se divierte a sus espaldas. Muy noble de su parte.
—No, no es eso. No lo entiendes —el hombre se pasó una mano por el cabello, despeinándolo, y luego se frotó el rostro con cansancio. Sus ojos color chocolate se clavaron en los de la muchacha y suspiró—. ¿Qué voy a hacer contigo?
—Podría dejarme regresar a Oturia.
—Eso no será posible antes de la boda —Reynard se alejó y fue hacia el escritorio. Pasó los dedos por unos papeles amarillentos y volvió a mirarla, de pie junto a la puerta—. ¿Tú me consideras atractivo?
En ese momento, Ayshel sintió que el aire le faltaba. No esperaba semejante pregunta, y lo peor era que no existía una respuesta correcta. Se sentía como un ratón acorralado. Lo observó con atención: la complexión fuerte, los rasgos perfectos, los ojos azules en los que una podría perderse… Sin duda era un hombre apuesto, pero decirlo en voz alta equivalía a firmar su sentencia. Y tampoco podía negar lo evidente. Con ambas manos tiró del cinturón y ajustó el albornoz sobre el vientre.
—No debería hacerle esas preguntas a una muchacha.
—¿Por qué no? Yo fui sincero al confesarte que me gustas.
—Porque usted... usted... —Ayshel se quedó sin aliento, incapaz de hallar las palabras adecuadas. Bajó la cabeza y murmuró—: usted es el rey.
—¿Y eso significa que no puedo ser guapo?