La joven se sentía terrible, atrapada en una jaula de la que no sabía cómo escapar para alcanzar la tan anhelada libertad. Se dejó caer boca abajo sobre la cama y se cubrió la cabeza con la almohada. A pesar de todos sus intentos por evitar aquel matrimonio, el destino insistía en cruzarla con ese hombre.
Ayshel no sabía cuánto tiempo había permanecido inmóvil, cuando escuchó el rugido de una bestia salvaje. Con temor, apartó la almohada de la cabeza y agudizó el oído. El rugido se repitió, más prolongado esta vez.
Descalza, posó los pies sobre el suelo frío y se acercó a la ventana. En la oscuridad de la noche, apenas iluminada por la pálida luz de la luna, no se distinguía nada. Un deseo incontenible de descubrir a quién pertenecía aquel sonido se apoderó de ella. Sin darse cuenta del todo, salió de la habitación.
Había guardias apostados junto a los aposentos de Esen, pero ninguno pareció notar a Ayshel, que avanzó sin obstáculos por el corredor. Una fuerza invisible la atraía, empujándola hacia adelante sin saber a dónde. Su mente se nubló y solo existía el impulso irresistible de seguir aquel rugido animal, cargado de poder. En sus oídos sonaba como una canción, una dulce serenata que podría escuchar eternamente.
Ayshel no era consciente de adónde se dirigía; sus pies la guiaban solos, y no veía a nadie a su paso. No supo cómo, pero se encontró en el patio trasero. El espeso jardín, bajo la luz de las estrellas, se bañaba en la oscuridad. En los muros del palacio, unas piedras emitían un resplandor azul que iluminaba los alrededores. Ayshel dio un paso sobre la hierba y se detuvo.
El hipnótico rugido sonó muy cerca. Algo se movía entre los árboles. El crujido de las hojas delató unos pasos ajenos. Frente a ella apareció un leopardo de las nieves. Su pelaje blanco parecía rociado con un polvo dorado y estaba cubierto de manchas negras redondeadas. Parecía un animal común, con su hocico oscuro y triangular, orejas de punta redondeada y largos bigotes blancos. Pero cuando se acercó, la muchacha quedó hechizada por sus ojos: grandes, azules, con una pupila negra perfecta.
El tamaño del felino impresionaba. Más alto que ella, de complexión poderosa y con una larga cola que se movía con elegancia, parecía demasiado real para ser una ilusión.
Cuando Ayshel sintió el aliento cálido del animal sobre su piel, toda duda se desvaneció. Permanecía inmóvil, incapaz de moverse, como si un hechizo la hubiera paralizado. La bestia fijó su mirada en la joven. Había algo familiar, extraño y fascinante en esos ojos en los que una parte de ella deseaba perderse por completo.
El animal cerró los ojos y olfateó el aire. Su húmedo hocico rozó el hombro, el cuello, el rostro de la muchacha. Ayshel se quedó quieta y extendió la mano hacia él. El suave pelaje calentaba sus dedos. Sintió la aspereza de la lengua del felino sobre su mejilla. La joven soltó una risita, pero su despreocupación se esfumó al oír una voz masculina, grave y severa:
—¡Esen! ¿Qué estás haciendo?
El hechizo se rompió y la razón volvió a ella. Cuando vio ante sí el enorme hocico del depredador, soltó un grito. La bestia retrocedió un paso, aunque no parecía tener intención de huir. Arikan la sujetó por la muñeca.
—¿Te has vuelto loca? —le espetó.
Ante sus palabras, el leopardo gruñó, mostrando los colmillos. La presencia del hombre claramente no le agradaba. Un viento frío envolvió a Ayshel, y la piel se le erizó. En ese momento, ni ella misma entendía qué hacía allí. Los recuerdos difusos parecían un sueño, pero el gran felino que no apartaba la mirada demostraba lo contrario.
Con voz temblorosa, apenas logró decir:
—No lo sé... ¿Qué está pasando?
—Vamos, te llevaré a tus aposentos.
El leopardo rugió amenazante, pero Arikan no mostró miedo. Por el contrario, lo miró directamente a los ojos, como si se dirigiera a él:
—Será lo mejor. Ya ha habido suficientes sobresaltos por hoy.
El animal bajó levemente la cabeza y escondió los dientes, como si aceptara sus palabras. Ayshel comprendió que aquella bestia no podía haber entrado por su cuenta tras los altos muros del palacio.
Observando la escena, la joven se atrevió a preguntar:
—¿Qué clase de leopardo es ese? ¿La mascota del rey?
—Algo así —respondió Arikan con una ligera sonrisa, que enseguida ocultó tras su expresión habitual de severidad.
El hombre prácticamente la obligó a seguirlo. Una vez dentro del palacio, Ayshel notó a los guardias. La miraron con indiferencia y volvieron a su posición, firmes, vigilando las puertas.