Reynard estaba sentado en un amplio sillón, saboreando con calma un vino áspero con un marcado toque a roble. Sus ojos azules perforaban con severidad al mago que, junto a la puerta, mantenía la cabeza gacha, culpable. El rey dejó la copa sobre la mesa, pero no la soltó del todo. Giraba el cristal lentamente, como si jugara con él, observando con atención el líquido rojo que se arremolinaba en su interior.
—¿Por qué te llevaste a Esen? —su voz era baja, pero cargada de peligro—. Mi bestia la ha reconocido. Ella oyó mi llamado. Ya no hay duda: esa muchacha ha domado a la criatura.
—Estaba helada, Majestad —respondió Arikan con prudencia—. Tuve que llevarla en brazos hasta sus aposentos. Esen temblaba de miedo; el leopardo la asustó mucho. Debemos contarle las cosas poco a poco, no de golpe. Para una extranjera, sería difícil asimilar todo esto.
Reynard dejó por fin la copa y cerró los puños con fuerza.
—Hablas como si fuera una maldición. Ni siquiera creí posible volver a sentir algo así. Después de Gertruda estaba convencido de que jamás volvería a enamorarme. Mi bestia solo la reconocía a ella… y ahora aparece esta oturiana y nubla mi razón. Todo esto ocurre en el peor momento. La bestia no podrá vivir sin Esen, pero yo debo casarme con la princesa. Ojalá hubieras visto su reacción cuando la proclamé mi favorita. Creí que se alegraría, como todas las demás. Todas soñaban con ese honor. Pero ella… casi se echó a llorar. Como si los harenes repletos de concubinas fueran mejor opción. Esen también debería sentir algo por mí, y sin embargo se contiene, no habla más que de su prometido.
—Quizá no sea ella su destino, Majestad. Tal vez Esen esté destinada a otro.
El estruendo del golpe resonó en la sala cuando el rey golpeó la mesa con el puño. Sus cejas se fruncieron, sus labios se curvaron en un siseo amenazante, y por un breve instante su nariz adoptó la forma de un triángulo negro antes de volver a la normalidad. Aunque contuvo la transformación, aquel instante bastó para que Arikan la notara.
—No vuelvas a decir eso. Nunca. Esa muchacha es mía, y no la dejaré ir.
Reynard se incorporó, caminando lentamente por la habitación.
—El maldito Muslim me ofreció a su hija en matrimonio. No podía rechazarlo sin provocar una ofensa, y eso nos llevaría otra vez a la guerra. Además, prometió ceder la provincia de Palnur a Limeria. Pero el sultán no sospecha el verdadero regalo que me hizo: gracias a él conocí a Esen. Tendré que casarme con Ayshel, y Esen será mi favorita. Es la mejor solución posible. Si rechazo el matrimonio, Muslim no lo tolerará.
—Pero Esen no quiere eso.
—Por ahora no lo quiere —Reynard llevó la copa a los labios y bebió varios sorbos de vino—. No sabe lo que está rechazando. Los regalos caros y las joyas acabarán por doblegarla. Ninguna mujer me ha resistido. Esta vez no será distinto. Mañana, envíale un cofre con joyas. Y organiza un desayuno para cuatro: mi prometida, mi favorita, mi madre y yo.
Arikan se inclinó en señal de respeto y salió de la estancia sin atreverse a decir lo que desde hacía dos semanas le roía el alma. Decidió guardar silencio y observar de cerca a las extranjeras.
Ayshel, entretanto, apenas durmió esa noche. Los pensamientos inquietos no le daban tregua, desgarrándole el alma. Buscaba desesperadamente la forma de librarse de la atención del rey y regresar a Oturia.
Reynard era, sin duda, un hombre atractivo; muchas darían lo que fuera por ocupar su lugar, pero los recuerdos de su madre la perseguían con dolorosa nitidez. No quería ser un entretenimiento pasajero. Soñaba con un amor grande y verdadero, y su corazón seguía perteneciendo a Jasim. Él nunca le había propuesto matrimonio, pero su atención hablaba de intenciones serias. Los sentimientos que él despertaba en su interior hacían aquellas ilusiones aún más obstinadas.
En el palacio ocurrían cosas extrañas. El ataque a Esen, la fiera que vagaba por el jardín, la sospechosa muerte de la primera esposa del rey… Nada de aquello transmitía seguridad.
Sin darse cuenta, Ayshel cayó en un sueño ligero, que pronto fue interrumpido por el chirrido de la puerta. Varias sirvientas entraron y, con voces alegres, disiparon los últimos restos de sueño.
—¡Despiértese, alteza! ¡Es hora de recibir un nuevo día!
Una de ellas corrió las pesadas cortinas, y la luz del sol inundó la habitación. Ayshel se cubrió los ojos con la mano y, tras acostumbrarse al resplandor, se incorporó en la cama. Las sirvientas entraron con dos cofres y anunciaron con entusiasmo:
—¡Regalos del rey!
Rieron entre ellas mientras depositaban los cofres en el suelo. Uno era grande, de madera tallada; el otro, más pequeño, estaba forrado de terciopelo verde. Ayshel se frotó los ojos con los dedos.
—¿Qué hay dentro?
—Vestidos y joyas. El rey está de muy buen humor hoy. A ninguna favorita le ha regalado tanto el primer día.
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