—Muchas muchachas desean casarse conmigo, y Dafna no es la excepción. Pero estoy comprometido con Ayşel. Acepté un matrimonio concertado para preservar la paz en el reino.
Su voz sonó con un matiz de tristeza, como si esas palabras pesaran más de lo que quería admitir. El calor de sus manos se extendía por el cuerpo de la joven, y la mirada intensa de aquellos ojos color aciano la desarmaba. Su carisma natural la envolvía, atrapándola en una red invisible de atracción y peligro. La hija del sultán frunció el ceño al recordar cómo, la noche anterior, Esen había brillado al hablar de los labios del rey y de su beso, con una emoción tan viva que aún resonaba en su mente.
—¿No le gusta la princesa? —preguntó con voz tensa.
—Me gustas tú —respondió él, atrapando un mechón oscuro de su cabello. Lo acercó a su rostro, cerró los ojos y aspiró su aroma con un suspiro profundo y ansioso.
Aquel gesto desconcertó a Ayşel. Su cuerpo se estremeció, y las palabras de Esen retumbaron en su interior. Ayer mismo ese hombre proclamaba su afecto por otra, y hoy se negaba siquiera a mencionarlo. Reynard abrió los ojos y se inclinó un poco hacia ella, observando con detenimiento sus facciones, deteniéndose especialmente en sus labios. Ayşel aguardaba, tensa, sin poder moverse, mientras él dejaba deslizar entre los dedos su cabello negro como la noche antes de apartarse ligeramente.
—Estás temblando. Volvamos a la terraza, allí se está más cómodo.
La joven guardó silencio; sabía bien que no era el frío lo que la hacía temblar, sino sus caricias. Caminaron de regreso tomados de la mano, envueltos en un silencio absoluto. Las manos del rey eran cálidas y suaves, pero seguían siendo ajenas. En Oturia ningún hombre tenía permitido tocarla; era una falta imperdonable, más aún siendo hija del sultán. Ni siquiera Jasim se había atrevido jamás a tanto. Pero en su memoria aún ardía el recuerdo de su último encuentro con él y de su confesión de amor. Aquel día se había sentido la mujer más feliz del mundo. Desde la primera mirada, Jasim había estremecido su corazón y se había instalado en él sin pedir permiso.
En la terraza, en efecto, hacía más calor. El viento no alcanzaba a filtrarse por la veranda, y las piedras lunares junto a las flores creaban un ambiente íntimo y acogedor. Con un gesto, Reynard la invitó a sentarse en el banco. Ayşel obedeció, extendiendo con cuidado el amplio faldón de su vestido, confiando en que el armazón de la falda la protegiera del contacto del rey. Pero su esperanza se desvaneció al instante. Él se sentó a su lado, demasiado cerca, cruzando los límites de la decencia.
La princesa se tensó. Su espalda se irguió como la cuerda de un violín, su mirada vagaba por el jardín, y su corazón latía con fuerza desbocada. La presencia del rey la inquietaba, deseaba desaparecer, esconderse de sus ojos. Reynard se inclinó y, con suavidad extrema, casi temeroso de asustar a una gacela, rozó con los labios su hombro. El gesto era demasiado íntimo, demasiado personal. Ayşel se quedó inmóvil, sin atreverse siquiera a respirar. Lentamente, avanzando con seguridad hacia su cuello, el rey dejó una hilera de besos sobre su piel. Tiernos, húmedos, dejando tras de sí un rastro ardiente. Cada roce de sus labios encendía su piel como fuego, dejando dulces heridas de deseo. La joven se sentía desfallecer ante una sensación que nunca antes había experimentado. Quería más.
Reynard levantó la cabeza y, con la voz apenas rozando su mejilla, susurró:
—No tengas miedo. Te acostumbrarás a mí.
Aquellas palabras la devolvieron a la realidad. Volvió a respirar, retrocedió de golpe, aumentando la distancia entre ellos. Lo miró con furia contenida, intentando apelar a lo que quedara de su conciencia.
—No quiero acostumbrarme. Tengo un prometido, y usted tiene una prometida. Su comportamiento es inaceptable.
—Ya te dije que su opinión no me preocupa.
Reynard extendió la mano, intentando atrapar los dedos de Ayşel. Pero ella la retiró con rapidez y se levantó de un salto. El miedo se mezclaba con el enfado; sabía que si no escapaba, aquel hombre acabaría doblegándola.
—Su actitud es indigna. Le ruego que me disculpe —dijo, alzando el dobladillo de su voluminoso vestido antes de echar a correr hacia las puertas del palacio. No era del todo consciente de lo que hacía; sus pies simplemente la alejaban del pecado.
Detrás de ella, la voz del rey resonó, cargada de desesperación y tristeza:
—Eres mía, Esen. ¿Aún no lo entiendes?