—Sí —respondió la joven con inseguridad, tartamudeando, como si se hiciera la pregunta a sí misma. Reynard dejó el pergamino a un lado y entrelazó las manos.
—Perfecto. Nos veremos en la cena. Hoy tengo muchos asuntos pendientes. Puedes irte… y piensa en lo que te he dicho.
Cuando Ayshel salió del despacho del rey y se liberó de la presión de su mirada azul, sintió un gran alivio. Caminó con paso ligero, casi volando, hacia el comedor, pero una voz familiar la obligó a detenerse.
—¡Buenos días! —Arikan estaba de pie junto a la ventana, con las manos cruzadas sobre el abdomen. La joven había salido tan deprisa de los aposentos que ni siquiera lo había notado. Ayshel asintió con timidez. Él se acercó un poco más.
—Veo que ya has aceptado tu destino. Sales de las habitaciones del rey a primera hora de la mañana. Admirable.
En cuanto Ayshel comprendió lo que Arikan insinuaba, sus mejillas se tiñeron de rojo. Por alguna razón, le importaba demasiado lo que ese hombre pensara de ella. Negó con la cabeza con vehemencia.
—No, yo no… Nosotros no… —Las palabras de Arikan la habían dejado tan desconcertada que no hallaba una respuesta adecuada.— No es lo que usted imagina. El rey me ha mandado llamar hace un momento y no tengo por qué justificarme ante usted.
Se dio la vuelta con orgullo y se alejó por el pasillo, el sonido de sus tacones resonando en las losas, mientras dejaba atrás al hombre que la observaba con una sonrisa.
El rey no acudió al desayuno en común, y Ayshel se alegró profundamente por ello. El alegre parloteo de las damas de compañía la ayudaba a distraerse de los pensamientos que le desgarraban el alma. Reynard le había ofrecido una elección ilusoria, una libertad que no existía. Se sorprendió a sí misma pensando que, después de todo, él no era tan monstruo como había creído. Rápidamente ahuyentó esa idea: contra su voluntad, la había convertido en su favorita. Por ahora solo de forma oficial, pero sabía que aquello no duraría.
Gertrude, dama de compañía de Esen, interrumpió sus tristes pensamientos:
—¿En qué piensas, belleza? Seguro que en el rey. Te vimos salir de su despacho esta mañana.
La princesa la miró fijamente. Gertrude, satisfecha, llevó un pastelito a la boca, observando con atención la reacción de Ayshel. La sultana tomó una servilleta y se limpió los labios, intentando ocultar su turbación.
—Sí, hablamos.
Las damas soltaron risitas. Una muchacha de cabello oscuro y ojos verdes como la hierba fresca comentó con picardía:
—Si solo hablas con él, pronto el rey tendrá una nueva favorita.
—Si así lo desea, que así sea —replicó Ayshel con serenidad.
No vio cómo se tensaron las facciones de Defna, ni cómo sus ojos comenzaron a chispear de ira, mientras sus labios se apretaban con furia. La joven soltó un bufido molesto, sin apartar su mirada evaluadora de la sultana.
Cuando las damas cambiaron de tema y dejaron de prestarle atención, Esen murmuró con desagrado:
—¿Estuviste con el rey?
—Sí. Anoche paseamos por el jardín. Me asustaron sus insinuaciones y escapé. Esta mañana me mandó llamar. Dijo que hoy no habrá lecciones y que podemos pasear por el jardín.
Aunque hablaba en voz baja, sus palabras no pasaron desapercibidas para Lizabeth.
—¡Oh, qué buena noticia! Pasearemos todas juntas.
El jardín de verano rebosaba de verdor. Las flores en plena floración llenaban el aire de aromas dulces, el canto de los pájaros alegraba el ambiente y los cálidos rayos del sol acariciaban la piel. Por los senderos de piedra, perfectamente dispuestos, avanzaban Ayshel y Esen seguidas del bullicioso grupo de damas de compañía. Entre conversaciones y risas, se acercaron sin darse cuenta a un magnífico parterre de rosas.
La sultana, que adoraba aquellas flores, no pudo resistirse a detenerse. Tocó con delicadeza los pétalos, admirándolos: el intenso color rojo, los capullos abiertos, las hojas verde oscuro. Se inclinó, cerró los ojos e inhaló aquel aroma familiar.
De pronto se oyeron pasos firmes. Las voces de las damas se apagaron, y hasta los pájaros parecieron cantar más bajo. Ayshel levantó la cabeza y vio al rey avanzar con paso seguro, acompañado de su guardia y de Arikan. Sintió cómo la mirada de los ojos negros del mago se clavaba en su alma. La corta chaqueta dejaba entrever su torso fuerte y los brazos musculosos cubiertos de tatuajes. Su rostro permanecía impasible, de piedra, y solo el leve movimiento de su pecho delataba una respiración agitada. Una oleada de fuego recorrió el cuerpo de Ayshel: de pronto, el calor se volvió insoportable.
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