La novia indomable

24

Sin embargo, la joven no alcanzaba a comprender si aquel fuego en su interior se había encendido por las brasas negras que pertenecían a Arikan o por los océanos azules de Reynard, que la observaban con la misma intensidad. Daba la impresión de que había hecho algo prohibido, algo que despertaba aquella atención tan marcada de ambos hombres.

Las damas de compañía se inclinaron en delicadas reverencias y Ayşel, sobresaltada, las imitó. Solo entonces comprendió que no siempre había hecho una reverencia ante el rey. Y, aun así, él no solo no la castigó, sino que ni siquiera la reprendió. Aquello hablaba de su benevolencia. Reynard se detuvo a unos pasos de ella, y una ligera sonrisa iluminó su rostro.

—¿Le gustan las rosas? —preguntó.

—Sí, son muy hermosas. Perdóneme, no sabía que no se podían tocar —respondió Ayşel, suponiendo que esa era la razón del repentino interés del rey.

Él le sonrió con dulzura, y parecía no estar en absoluto molesto.

—A usted se le permite todo. Si lo desea, los sirvientes pueden cortarlas y llevar las flores a sus aposentos.

—No, no es necesario —dijo ella rápidamente, negando con la cabeza, visiblemente turbada—. Prefiero disfrutar de su belleza aquí. Si las cortan, se marchitarán pronto.

Reynard asintió, satisfecho.

Esen dio un paso hacia él y, buscando atraer su atención, delineó con sus delicados dedos la línea de sus clavículas antes de apartar un mechón de su cabello negro.

—¡Majestad! Me prometió que me mostraría la ciudad.

—Lo haré. Pasearemos esta tarde después del almuerzo. Pero ahora, discúlpame, tengo asuntos que atender.

El rey habló sin apartar la mirada de Ayşel. Ni siquiera miró a su prometida cuando, con paso firme, la rodeó y se dirigió hacia el palacio.

La princesa siguió con la mirada a Arikan. Hoy le parecía misterioso, y sentía un deseo irresistible de descubrir sus secretos.

Cuando el séquito del rey desapareció de la vista, las jóvenes reanudaron su paseo. Ayşel se alegró ante la perspectiva de la próxima caminata. Si Reynard pasaba el tiempo con Esen, quizá se olvidaría de ella. Su acompañante tendría entonces la oportunidad de hechizar a su prometido, de enamorarlo tanto que no volviera a fijarse en otra mujer. Entusiasmada por esa idea, la princesa no pudo reprimir una sonrisa. Ya estaba tejiendo en su mente planes astutos cuando Dafna la empujó levemente.

—Ay, perdóname —dijo Dafna enseguida—. Tropecé. Quería ver mejor esas rosas blancas. También me encantan las flores.

—Sí, son preciosas —respondió Ayşel con cortesía y continuó caminando.

Tras recorrer el jardín y pasar junto a varias glorietas, la sultana decidió actuar. De pronto, Dafna dio una palmada y exclamó, interrumpiendo el alegre murmullo de las muchachas:

—¡Qué desgracia! He perdido mi anillo. Durante el desayuno aún lo tenía puesto, así que debe haberse caído en el jardín.

—No te preocupes, lo encontraremos —la tranquilizó Ayşel—. No te apartaste del camino, así que debe de estar por ahí.

Las damas comenzaron a buscar el anillo. Ayşel, sin embargo, pensó que tenía cosas más importantes que hacer y susurró a Esen:

—Vayamos a los aposentos. Debemos prepararte para el paseo con el rey. Tienes que deslumbrarlo con tu belleza.

Las jóvenes se apresuraron hacia el palacio. Las damas quisieron seguirlas, pero Ayşel las detuvo:

—No hace falta que nos acompañen. Ayuden mejor a Dafna a encontrar su anillo.

Con el apoyo de Esen, las dejaron atrás y continuaron su camino hacia el palacio.

En los aposentos, bajo la atenta supervisión de Ayşel, una doncella se movía de un lado a otro, eligiendo un vestido para la futura caminata. La sultana se mostraba exigente e insatisfecha; quería que Esen luciera perfecta.

Después de una hora que pareció un suplicio para la doncella, por fin eligieron un vestido claro que realzaba el tono dorado de la piel de Esen. Los hombros descubiertos, un escote discreto, el corsé ceñido y la falda amplia, bordada con hilos dorados, la hacían parecer un hada.

Las jóvenes debatían sobre las joyas, pero nada parecía complacer a Ayşel. Finalmente, recordando el cofre que le había regalado el rey, la princesa sacó de él un collar con un brillante diamante. En el cuello de Esen lucía perfecto y combinaba con el vestido. La sultana estaba segura de que Reynard no recordaría qué joyas le había obsequiado, así que se la entregó sin dudar.

Aliviada, la doncella comenzó a peinar a Esen, cuando un golpe en la puerta interrumpió la calma. Entraron varios guardias. Un hombre alto, de barba y cabellos plateados, hizo una leve reverencia.

—Disculpad la molestia, alteza. Soy Gerald, jefe de la guardia real. Buscamos el anillo de la condesa Dafna Grosvenor, que se ha perdido durante el paseo por el jardín. Es una reliquia familiar, de gran valor para la condesa.

Al ver a aquel hombre noble, Esen casi olvidó su papel y estuvo a punto de levantarse. Ayşel le colocó una mano en el hombro para contenerla. Entonces Esen pareció recordar su posición: tomó una diadema y frunció las cejas con autoridad.

—Muy bien, búsquenlo en el jardín. ¿Qué les trae a mis aposentos?

—Ya hemos revisado el jardín y a todas las damas de compañía. Solo falta registrarlas a ustedes.




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