La novia indomable

25

Ayşel, que hasta hacía un segundo mantenía la calma, no pudo contenerse más y se puso de pie. Aquella sospecha le resultaba humillante. Consideraba que la prometida del rey —aunque fuera extranjera— merecía respeto.

—¿Cómo se atreve a acusar de algo así a una princesa?

—En realidad, no hablaba de la princesa, sino de usted, Esen —respondió el hombre, dirigiéndole una mirada llena de sospecha que la dejó completamente atónita. Con paso decidido se acercó a la joven y, observando con detenimiento sus facciones, como si en su rostro buscara el anillo perdido, inclinó ligeramente la cabeza—. Disculpe, desconozco su título.

En ese momento los títulos le importaban poco. La ofensa le dolía como una espina clavada en el corazón. Jamás la habían acusado de algo así.

—Esto es inaudito. ¿Acaso cree que he robado el anillo de la condesa? ¡Es indignante!

—Por supuesto que no —repuso el hombre con calma—, pero debo revisar a todos. Estoy seguro de que usted no tiene nada que ocultar, por lo tanto, no le importará si reviso rápidamente los bolsillos de su vestido.

El hombre parecía tan firme como decidido. Ayşel comprendió que no se marcharía hasta salirse con la suya. Al fin y al cabo, no tenía nada que ocultar, y en aquel lugar no era una sultana, así que resistirse no tenía sentido.

—Jamás me habían insultado así —replicó con orgullo—. Bien, búsquelo, si eso le tranquiliza. Pero después quiero oír sus disculpas.

Ayşel frunció los labios y observó con atención los movimientos de Gerald. Él introdujo la mano en el pequeño bolsillo donde solían guardarse los abanicos, rebuscó unos segundos y sacó el puño cerrado. Levantó la mano a la altura del pecho y abrió lentamente los dedos. En su áspera palma, surcada de líneas profundas, brillaba un anillo de oro engastado con un rubí.

Durante unos instantes, Ayşel miró la joya con indiferencia. Pero cuando comprendió lo que había ocurrido, se tambaleó. Para no caer, se apoyó en el alto aparador que tenía detrás. El hombre, disfrutando del momento, levantó la mano para mostrar el hallazgo a todos los presentes.

—Aquí está el anillo —anunció con satisfacción—. Justo como lo describió la condesa Dafna. Llamen a la condesa a estos aposentos.

Luego dirigió una mirada dura a la pálida Ayşel.

—¿Va a sostener que este anillo es suyo?

En ese instante, Ayşel sintió que le faltaba el aire. El pecho se le oprimió con un nudo invisible que le impedía respirar. No entendía cómo aquel anillo había terminado en su bolsillo. Había visto claramente que el hombre metía la mano vacía. Estaba segura: alguien había colocado la joya allí a propósito. No sabía a quién había ofendido tanto como para que intentaran deshacerse de ella de esa manera. Desconcertada, negó con la cabeza.

—No, es la primera vez que lo veo. Alguien puso esa joya en mi vestido —dijo con voz temblorosa.

Pero el rostro del hombre dejaba claro que no le creía.

En ese momento, Dafna entró corriendo en la estancia, sosteniendo la falda con ambas manos y olvidándose por completo del decoro. Al ver el anillo en la palma de Gerald, casi saltó de alegría.

—¡Es él! ¡Lo han encontrado! ¿Quién ha osado robarme mi anillo? —exclamó dramáticamente.

Sin esperar respuesta, se lo colocó en el dedo y miró alrededor con una mezcla de alivio y sospecha. Gerald dio un paso a un lado, señalando a la desconcertada Ayşel.

—Lo encontramos en el vestido de lady Esen.

Dafna juntó las manos, se llevó una al pecho y fingió sorpresa. Pero a Ayşel aquella actuación le resultaba demasiado forzada.

—¿Cómo es posible? ¿La favorita oficial del rey, una ladrona? —dijo Dafna, agitando la mano frente a su rostro como si le faltara el aire—. Reynard debería ser más cuidadoso al elegir a sus mujeres. ¡Podría terminar robándole!

Ayşel no pudo contenerse ni tragar semejante humillación.

—¡Yo no robé nada! No necesito las joyas de nadie. ¡Esto es una trampa!

—No se preocupe, todo se aclarará —replicó Gerald con frialdad—. Tenemos un verdugo experimentado.

Y, tras hacer un gesto a los guardias, añadió con firmeza:

—Llévense a la dama a los calabozos.

Puntos negros danzaron ante los ojos de Ayşel, y la habitación comenzó a girar. Apenas logró mantenerse en pie cuando los guardias la sujetaron. Sintió el peso de las esposas oxidadas cerrándose sobre sus muñecas, y un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando la empujaron hacia la puerta.

Como despertando de un sueño, lanzó una mirada suplicante a Esen.

—No fui yo. No soy una ladrona… —murmuró con desesperación.

Esen, por fin, se levantó y habló con la autoridad que correspondía a una princesa.

—¡Déjenla! Ella es inocente, esto es un error. ¡Me quejaré ante el rey!

—Yo mismo se lo diré. Su Majestad lo sabrá cuando regrese —replicó Gerald sin inmutarse—. El rey ha salido del palacio por asuntos de Estado.

Inflexible, el jefe de la guardia mantuvo su orden y los soldados se llevaron a Ayşel.

La joven avanzaba por los largos pasillos sintiendo las miradas de desprecio clavadas en su espalda. Los murmullos la seguían como un eco, y una ola de vergüenza la envolvía entera. Se sentía pisoteada, humillada, como una criminal.

Parecía que jamás podría librarse de aquella mancha de deshonra que pesaba sobre sus hombros como una manta sofocante. Las lágrimas nublaban su vista, y un espeso velo de desesperación llenaba su pecho, instalándose allí como un peso insoportable.




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