La novia indomable

26

Casi no se dio cuenta de cómo bajó al húmedo calabozo. Frío, humedad, oscuridad. Un hedor nauseabundo se le metió en la nariz, y Ayshel sintió cómo se le revolvía el estómago. Así la recibió su nuevo hogar. En las paredes ardían antorchas que iluminaban tenuemente el camino. A través de las rejas distinguía las siluetas oscuras de los prisioneros. Algunos yacían sobre literas carcomidas, otros permanecían sentados, pero los más aterradores eran aquellos que la miraban con ojos grasientos y lascivos.

Los dedos sucios de un preso corpulento se aferraron a los barrotes de metal. Sonrió, mostrando una hilera de dientes podridos, y silbó:

—¡Vaya muñeca! ¿Podría venir conmigo a mi celda?

Ayshel se estremeció de miedo y sintió cómo su corazón comenzaba a latir con fuerza. No se atrevía ni a imaginarse encerrada con ese hombre. El guardia, sin siquiera mirarlo, gruñó con fastidio:

—Ni lo sueñes. No es un pájaro de tu jaula. Solo el rey goza de su atención.

—¿Y acaso le ha fallado en algo para terminar aquí? —rió el preso con voz ronca, hasta que su carcajada se transformó en tos.

Ayshel respiró aliviada cuando pasaron de largo y comprendió que no la encerrarían allí. En la parte más alejada del calabozo había un espacio reservado para ella: tres paredes grises sin ventanas, unidas por una puerta con rejas de hierro. En el suelo de piedra se amontonaba un colchón viejo, roto, relleno de paja, y en la esquina, un cubo.

Entró con pasos pesados, y la puerta metálica se cerró tras ella con un chirrido que le heló la sangre.

—Te quedarás aquí hasta que llegue el verdugo. Esta es nuestra mejor celda, considérala real. Luego, probablemente te lleven a la horca. Aunque, teniendo en cuenta tu estatus, puede que solo te corten las manos.

Dicho esto, el guardia se marchó, llevándose la antorcha. La mazmorra se sumió en la penumbra. Solo una antorcha solitaria, al otro lado del pasillo, iluminaba débilmente el lugar. Las voces animadas de los prisioneros resonaban en el aire, pero Ayshel ya era indiferente a todo. Permanecía de pie, mirando al vacío, mientras las lágrimas corrían por su rostro. Todavía no podía creer que pronto estaría en la horca o que perdería las manos, aprisionadas por pesadas cadenas.

El nudo amargo de la humillación le subió hasta la garganta. La desesperación la dominaba por completo, impidiéndole respirar. Todo aquello parecía una pesadilla. Cuando por fin logró serenarse un poco, comprendió que había subestimado a alguien. Recordó cómo en el antiguo palacio enviaban al harén, por la más mínima falta, a las concubinas, y cómo ellas contaban historias de intrigas y traiciones. Pero esto… esto superaba todo lo que había oído.

Su mente comenzó a tejer hilos invisibles, buscando a los culpables. Ayshel sintió que se volvía loca: sospechaba de todos. Incluso Reynard había caído en desgracia. Tal vez él había orquestado todo esto para exigir su atención a cambio de la libertad. La única persona en quien confiaba era Esen. En aquel momento, la veía como su única salvación, porque aunque confesara ser la sultana, nadie la creería.

No sabía cuánto tiempo había pasado allí dentro. El tiempo parecía haberse detenido. Las piernas le dolían del cansancio y, venciendo su repugnancia, se sentó con cautela sobre el colchón húmedo y cubierto de moho. Tensa, esperaba la llegada del verdugo, aunque éste se hacía esperar. La incertidumbre la consumía por dentro. No quería creer que aquel fuera su final. En su corta vida, apenas había conocido nada del mundo.

Encerrada en el viejo palacio, aislada de todo, siempre se había sentido como un pájaro enjaulado. Y ahora, cuando por fin se había atrevido a buscar la libertad y soñar con la felicidad junto a Jassim, estaba tras las rejas. Su alma gritaba de impotencia, pero su rostro permanecía impasible. Las lágrimas se habían secado en sus ojos oscuros, y solo el rostro hinchado delataba su llanto.

Venciendo la vergüenza, utilizó el cubo del rincón y siguió esperando, resignada.

Por fin, escuchó pasos y voces masculinas. Ayshel estaba tan agotada por la incertidumbre que ni siquiera sabía si alegrarse o temer la llegada del verdugo. El guardia llevaba una antorcha, y la celda se iluminó un poco. A la luz del fuego reconoció a Arikan. Por primera vez, su rostro no estaba impasible: mostraba preocupación.

Al ver a la muchacha demacrada, llorosa, con los ojos enrojecidos y las muñecas encadenadas, no pudo contener su furia.

—¿Se han vuelto locos? ¿Cómo se atreven? ¡Abran la celda ahora mismo!

El guardia, con las manos temblorosas, hizo sonar las llaves hasta dar con la correcta. La puerta se abrió con un chasquido, y Ayshel se levantó con dificultad. Arikan seguía hablando con tono indignado:

—¡Y encima la encadenaron! ¿Para qué? No habría podido escapar de todos modos. ¡Quítenle eso!

Un giro más de la llave, y sus manos quedaron libres. El guardia se retiró, llevándose las cadenas.

Arikan se acercó a ella. Tomó sus frías manos entre las suyas, y el calor de su piel recorrió el cuerpo de Ayshel, dándole un soplo de esperanza y calma. En sus muñecas quedaban las marcas rojas de las esposas. En los ojos negros del hombre, Ayshel no vio reproche ni condena, solo compasión. Él deslizó suavemente un dedo sobre su piel, provocándole un leve escalofrío.

—¿Te duele?




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