La novia indomable

29

Reynard ya no la tocaba, pero a Ayshel le parecía que sus labios seguían besándola. Una voz un poco ronca la obligó a abrir los ojos:

—Esen, no quiero presionarte. Solo quiero saber que no serás tan categórica y que nos darás una oportunidad. Tal vez llegues a amarme.

La muchacha recordó que de la misma manera había besado a Esen. En su memoria apareció la sonrisa de su amiga y el brillo de sus ojos. No hacía mucho, Reynard también la había colmado de frases convincentes y promesas vacías. Un dolor agudo le atravesó el pecho, como si una lanza ardiente la hubiese perforado. No quería confesar que lo sabía, así que simplemente retiró la mano.

—Quizá podría amarte… si no estuvieras comprometido con otra.

—Eso no significa nada. Ya sabes que ese matrimonio es por conveniencia. El estatus de favorita oficial no es peor que el de esposa. Tendrías lo mismo que ella. Si quieres, cuando Ayshel me dé un heredero, la enviaré a un convento.

La muchacha se estremeció. Ya se imaginaba en el lugar de la reina. Él se desharía de ella del mismo modo, mientras seguía divirtiéndose con sus favoritas. Así era, en realidad, un matrimonio por conveniencia.

—¿Y cuando te canses de mí, también te desharás de mí? ¿Escuchas lo que estás proponiendo? No quiero compartir a un hombre con otra mujer.

—¿Y en los harenes acaso es distinto?

Los harenes… De nuevo, los recuerdos dolorosos irrumpieron en su mente. Recordaba demasiado bien el destino de su madre y no quería repetir su vida. Había dejado de interesarle al sultán y pasó el resto de sus años en el exilio. Ni siquiera tener una hija le devolvió el afecto del padishá. Sabía que si se casaba con Jassim sería su única esposa, y eso la reconfortaba. Ayshel negó con la cabeza:

—No, sé muy bien lo que es compartir a un hombre. Vi a todas esas mujeres dispuestas a todo con tal de obtener un instante de atención del sultán. Cada una sueña con darle un sherzade y convertirse en sultana. Pero el estatus de favorita o de amante es inestable. Basta con que aparezca otra, más joven o más bella, y los sentimientos del sultán se enfrían. Solo quedan los recuerdos.

—Tú nunca me aburrirías. No tienes idea de cuánto deseo que tú estuvieras en lugar de la princesa. No tendría ninguna otra favorita. Te sería fiel.

Por un instante, la duda se coló en el corazón de Ayshel. Quería creer en la sinceridad de Reynard, contarle la verdad y convertirse en su esposa. Pero eso significaba renunciar a Jassim, y no estaba dispuesta a hacer semejante sacrificio. Sospechaba que el rey jugaba su propio juego. Nadie podía enamorarse en tres segundos. O conocía su secreto, o quería aprovecharse de su ingenuidad. Reynard, al notar su silencio y el reproche en sus ojos color chocolate, no pudo contenerse:

—¿Qué quieres que haga? —el hombre se pasó los dedos por el cabello y luego los dejó caer con frustración—. No puedo romper mi compromiso con la princesa. El sultán lo tomaría como una ofensa y comenzaría una guerra, y ahora no puedo permitírmelo. El reino aún no se ha recuperado de la epidemia que se llevó miles de vidas. Solo quiero estar contigo, con la mujer que amo.

Reynard comenzó a besarle el rostro. Despacio, con ternura y temblor. Al notar la rigidez de la joven, detuvo su tortura. Se alejó hacia la mesa y, como si no hubiese sido él quien acababa de besarla, dijo con tono frío:

—Mañana tendremos un paseo. Ya es tarde para salir hoy. Ayshel quería ver la ciudad, y tú irás con nosotros como su acompañante.

Nada podía apetecerle menos que presenciar los coqueteos de aquella pareja de tortolitos. Pensó que su ausencia sería más favorable para el romanticismo, pero, aturdida por la noticia, apenas logró balbucear algo:

—Tal vez sería mejor que fueran solos. Así se conocerán mejor… y puede que te enamores de ella.

—No digas tonterías. Acepta la realidad: eres mi amada. Puedes irte.

Ayshel sintió alivio. La presencia de aquel hombre la oprimía, la turbaba, y ella misma no entendía del todo lo que sentía. Una parte de sí quería huir tan lejos como fuera posible; la otra deseaba quedarse y saborear sus besos. Dio un paso hacia atrás, pero recordó algo y se detuvo bruscamente.

—¿A la mazmorra?

—Por supuesto que no. ¡Por todos los cielos! ¿No has escuchado nada de lo que llevo diciéndote? —Reynard alzó las manos y las dejó caer de golpe, negando con frustración—. Te amo, y no podría enviar a la mujer que amo a una mazmorra, por muy grave que fuera su falta.

Reynard se acercó y abrió la puerta. Al encontrar la mirada interrogante de Arikan, ordenó con voz firme:

—Acompaña a Esen a sus aposentos.




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