La novia indomable

31

Ya frente a ellas, las esperaba una carroza negra. Los escudos y los motivos ondulados estaban enmarcados con dorado, y las ventanas rectangulares cubiertas con cortinas de terciopelo burdeos. Las grandes ruedas brillaban con un destello dorado. Delante, cuatro caballos blancos tiraban del vehículo.

Las jóvenes se quedaron inmóviles en el primer escalón, sin atreverse a avanzar. Desde atrás se oyeron pasos apresurados y apareció Reynard. Él ofreció el codo a Esen:

—Vuestra Alteza, permitidme acompañaros hasta la carroza.

—Por supuesto —respondió la joven, entrelazando su brazo con el suyo y descendiendo con dignidad por las escaleras.

El rey se acercó con seguridad a la carroza, que un lacayo abrió de inmediato. Esen ocupó su lugar, y Reynard, extendiendo la mano, se volvió hacia Ayshel:

—Permítame ayudarla.

La muchacha, tímida, colocó sus delicados dedos en su palma. El recuerdo del beso de ayer le hizo sonrojarse. Siguiendo las normas de etiqueta, se apresuró a sentarse junto a Esen. El rey se acomodó frente a ellas, y la carroza partió. Ayshel observaba las calles por la ventana mientras Esen entretenía al rey con la conversación. Todo el tiempo intentó no mirar a Reynard directamente, aunque sentía su mirada sobre sí.

La capital resultó ser una ciudad hermosa: calles estrechas empedradas con cuidado, pequeñas casas, árboles verdes. La gente, al ver la carroza del rey y su pomposo séquito, se detenía y los contemplaba como si fueran un espectáculo. Al llegar a una amplia plaza, Reynard deseó caminar un poco. Esen se apoyó en su brazo, y Ayshel se quedó un poco atrás. El rey asintió a Arikan, quien se acercó de inmediato a la joven:

—Permitidme acompañaros.

Ayshel tomó su brazo obedientemente y lo siguió tras el monarca. No escuchaba lo que Esen decía, pero la cercanía de Arikan la inquietaba y la hacía sentir nerviosa. Hoy sus musculosos brazos, con tatuajes misteriosos, estaban cubiertos por la chaqueta, y su cabello recogido en una trenza alta. Las sienes afeitadas le daban un aire brutal, y la falta de emoción en su rostro sugería que no sabía mostrar sentimientos.

Tras unos momentos de silencio, el hombre se dirigió a Ayshel:

—¿Has descansado? Pareces muy tensa.

La joven suspiró, aliviada de que él no sospechara la verdadera causa de su tensión. Ni ella misma entendía por qué Arikan la afectaba tanto. Fijando la vista en los edificios, respondió con aire despreocupado:

—Todo está bien. Después de tu recuperación me siento mucho mejor. ¿Has logrado averiguar algo? ¿Tienes sospechas sobre quién me puso el anillo?

—Por desgracia, aún no. Por lo que me contaste, Defna tenía las mayores probabilidades. La interrogé, pero no confesó; no puedo presionarla, y mi consejero no me lo permitiría.

—¿De qué susurráis? —Reynard se giró bruscamente y gruñó como si los hubiera sorprendido en un acto indebido. Arikan, como siempre, permaneció impasible:

—Del incidente de ayer, Alteza. Aún no se ha encontrado a los culpables.

El rey resopló con desagrado y señaló un gran edificio de dos pisos:

—Vamos, aquí hay algo que os sorprenderá.

Al cruzar el umbral de la elegante casa, Ayshel comprendió que se trataba de una joyería. Las piezas brillaban al sol, invitando a ser compradas. Un hombre bajo, vestido con un traje gris, se acercó apresuradamente a los distinguidos invitados:

—¡Vuestra Alteza! Es un honor recibirles aquí. Hubiera venido al palacio si me lo hubieran pedido, trayendo mis mejores joyas.

Ayshel frunció ligeramente el ceño. Ya podía imaginar para cuántas mujeres había comprado joyas Reynard, y aquel pensamiento le rasgaba el corazón. Mientras el joyero mostraba las piezas al rey y Esen las probaba con entusiasmo, Ayshel miraba con desgano.

Su atención se fijó en algo realmente interesante: un conjunto de pendientes, pulseras y collares de madera en una mesa de la esquina. Nunca había visto nada parecido, y aquellas piezas captaron su interés de inmediato. Con timidez, tomó los pendientes marrones. Lisos y bien pulidos, apenas se sentían al tacto. Alrededor del aro colgaba una pequeña piedra de ámbar y tres gotas de madera maciza. Sencillos y a la vez inusuales, le encantaron al instante.

—¿Te gustan? —la voz de Arikan sonó cerca de su oído. Ayshel se sobresaltó y llevó la mano libre al pecho. Tras unos segundos, recuperó el aliento.

—Sí, nunca había visto algo así.

—Te quedarán perfectos —dijo él con un brillo extraño en los ojos. Ayshel no podía apartar la mirada de esas profundidades negras en las que se sentía atrapada.

El joyero, como si los hubiera sorprendido cometiendo el mayor crimen del mundo, se acercó apresuradamente y retiró los pendientes de sus delicadas manos:

—Perdonadme, estas piezas no son dignas de vos. Aquí hay otras mucho más bellas que os quedarán increíbles.




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