Mentiría si afirmara recordar tales sucesos como vívidos o, por el contrario, como un mal sueño. Pues hasta el momento desconozco la realidad misma.
Creo que sí llegué al tejado de la casa donde había estado antes, o a lo mejor me desmayé en el trayecto y las mareas me llevaron a flote.
El caso es que, cuando desperté, ya no me encontraba en HostingTown; estaba por la ruta 120, algo cerca del pueblo.
Los abedules eran gigantes, pero no tanto a comparación de los del pueblo. Me acechaban a plena luz solar.
Me dolían bastante los brazos y la espalda, tenía gripe, y lo más importante: estaba completamente mojado, como si el tiempo entre noche-día no fuese capaz de secarme.
No llevaba ningún objeto entre bolsillos, mucho menos dinero, por lo que comencé a caminar rodeando todo el pueblo desde el norte hasta el sur, sí, un objetivo descabellado; pero juro que nunca volveré a ese maldito pueblo.
Tardé mediodía en llegar a la ruta 119. Afortunadamente me topé con un carro que amablemente me llevó a Washington sin pedir nada a cambio.
Pasé una semana en la casa de mis padres, sin salir de mi habitación designada. La pasé rememorizando cada uno de los eventos ocurridos en aquel siniestro pueblo ¿Cómo un pueblo tan pequeño y aparentemente bello puede albergar horrores tan desquiciantes?
Durante esa semana que pasé en la casa de mis padres, consulté durante días enteros buscando todo tipo de información acerca de HostingTown, busqué en varios de libros de historia, geografía o incluso de geología.
Lo único relevante que hallé fue la reciente fundación de HostingTown. Estando desde los años 1890 hasta 1899. Pero antes de que en él se construyeran las casas con estética medieval y proporciones exageradas, con tejados de arcilla y demás arquitectura, el lugar había sido muy visitado por exploradores. Los visitantes llegaban con el afán de observar los árboles con alturas descomunales similares a los del período carbonífero. Algunos conspiranoicos teorizan que aquellos árboles, en efecto, datan de hace 398 millones de años. Una vegetación que se supone debe estar extinta se alza sobre un pueblo cerca de Washington.
Un día antes de tomar el autobús, me dispuse a investigar más acerca de HostingTown; le pregunté a múltiples personas sobre aquel pueblo diminuto, sin embargo, ninguno me pudo dar información valiosa. Solamente me dijeron que unos familiares o amigos residían allí, o que era un lugar muy bonito por la flora.
Al final del medio día, continuaba en las calles de Washington buscando cualquier cosa que pudiera saciar mi cordura.
Me encontré con un viejo vagabundo alto, con botella entre manos, con plata en los dientes y ligas. Notó mi decadente rostro y se acercó a mí. A decir verdad, no demoré mucho en contarle sobre lo que buscaba, a lo cual él comenzó a reír frenéticamente. Su risa se detuvo cuando le dio un ataque de tos.
—Ya veo... JaJa, eres muy curioso. ¿Cómo te llamas, joven?
—Winsschinz.
—Qué nombre tan raro, si me permite decirlo. Winsschinz...
Me quedé callado, hartándome del vejestorio.
—Dices que fuiste a HostingTown hace una semana, ¿no es así? Yo allí vivía junto a mis hermanos. ¿Has oído hablar de los Gharn?
—¿Me vas a decir algo relacionado a lo que busco, o solo me harás perder el tiempo?
Ignoró mi comentario y prosiguió:
—Los caracoles, ahí residen muchos... Ignora todo lo bueno que te digan de ese maldito pueblo, ellos solo mienten. Lanzan la piedra y esconden la mano.
—¿Caracoles?
—Sí, criaturas demoníacas que no deben ser vistas por nada ni nadie. Pero no son caracoles en realidad, son... —De repente, abrió mucho los ojos, boquiabierto balbuceó —Joven Winsschinz... Tú... No me digas que los viste
Asentí algo preocupado por su reacción
—¡Por todos los cielos! ¡No! Estás.... —Se relajó y luego siguió:—¿Estás cuerdo? Me refiero mentalmente, no a los cordones de los zapatos ¡JaJaJaJaJa!
—Sí, supongo. ¿Por qué lo preguntas?
—Hypnos, Sefirot, Hnevlczko, por favor...
Comenzó a recitar palabras que no logré entender, tardó medio minuto en terminar, y cuando finalizó, se quedó callado y viendo hacia la nada. Tomó su botella de cerveza y me la lanzó.
—¡Largo! ¡Vete de aquí. No quiero ver tu rostro contaminado!
La botella estalló en múltiples fragmentos de vidrios en el suelo, pero pese a su falla, decidí tomar distancia y me fui del lugar.
Finalmente, al día siguiente, tomé el autobús aunque sabía que era inevitable que tendría que volver a ese demoníaco pueblo. Pero, por alguna razón ahora ya no lucía tan malvado.
Durante todo el trayecto, esperé con ansias la pequeña visita a HostingTown. Llámenme loco, pero deseaba más verlo que llegar a mi propio hogar.
Cuando llegamos, aún habían muchos charcos enormes de agua y hojas alborotadas en los pisos de piedra. Lo más extraño de todo fue ver a las personas: todos con enormes ojeras, con movimientos desgarbados y actuando como si nunca hubiese ocurrido una apocalíptica inundación hace apenas una semana.
Mientras el autobús continuaba, gocé cada detalle del pueblo, la intriga me mataba: algunos árboles se habían caído así partiendo unas cuantas casas. No vi ningún animal ya sea perros o gatos merodeando por ahí. Observé a la misma niña lindísima de antes; la rubia con baldes llenos de peces. Ella era la clara diferencia, la menos indiferente ante el caos, pues se le notaba muy triste con su cabeza gacha, volteando a ver todos los charcos y casas partidas por los árboles. Extrañamente, mientras el autobús descendía entre los cerros, la inquietud del pueblo se diluía. Era como si ya me estuvieran acogiendo. Me encantaría quedarme, -lo sé, que idea más absurda- pero que natural me parecía ahora.
El vistazo por el pueblo fue relativamente corto; cuando llegamos a la 119, cerca del arroyo, las casas no se vislumbraban más. Únicamente los titánicos árboles hacían aparición en la vista.
Normalmente el abandonar HostingTown me traería paz y alivio, pero no fue así; ansiaba volver y quedarme, desterrar todos sus siniestros secretos y volver a ver aquel ser de pesadilla que merodea en la pantanosa agua. Anhelaba verlo, analizarlo y... comerlo...